Que en la forma de comunicarnos, no mande nadie
Fátima Barrutta
En muchas oportunidades, hemos escuchado a los defensores del lenguaje inclusivo decir que la Real Academia Española no tiene derecho de determinar cómo debe hablarse. Y en eso tienen razón.
Porque esta venerable institución, defensora de uno de los idiomas con más hablantes en el mundo, no tiene por finalidad mandatar la manera en que debemos expresarnos.
Al contrario: lo que ellos hacen es recoger los modos de hablar de las distintas regiones de hablantes para incorporarlos a la lengua.
Dicho en términos técnicos, lo que hace la Real Academia no es “prescriptivo”, sino “descriptivo”. Esto lo dejó bien claro en reciente entrevista publicada en el diario El País, el académico español Santiago Muñoz Machado, que es director de esa institución.
Lo que muchas veces los defensores del lenguaje inclusivo no tienen tan claro es que la misma observación vale para ellos. Porque lo que hace la RAE es investigar, recoger e incorporar las expresiones que los humanos agregamos naturalmente a la lengua, no aquellas que pretenden ser impuestas por grupos de presión ideológicos.
Esta cita de Muñoz Machado lo evidencia inmejorablemente: “se trata de un grupo de personas que se empeña en imponer a los demás formas de hablar que no están en uso y no se puede imponer que se generalicen sustituyendo a las formas tradicionales (…). La lengua no se cambia ni por defecto, ni por imposición de la RAE, ni por imposición de minorías que aspiran a conseguir hacer común ese lenguaje”.
O sea que el tema en cuestión no es que haya que hablar “bien” o “mal”, porque la lengua evoluciona naturalmente y está todo el tiempo incorporando modismos, a veces de determinadas regiones, a veces por la introducción y popularización de recursos científicos o tecnológicos.
Un ejemplo del primer caso es lo que en frontera conocemos como “portuñol”. En lugar de combatirlo en base a un purismo negador de la cotidianeidad, hay que aceptarlo como una realidad idiomática de una zona donde lo uruguayo y lo brasileño se mezclan en forma positiva y fermental.
Un ejemplo del segundo caso es la cantidad de palabras que se incorporan a caballo de los avances tecnológicos. Ya está aceptado por la RAE el vocablo “tuit”, en referencia a los “tweets” popularizados por esa red social. Como lo está, ni qué hablar, la palabra “covid”, hasta hace poco más de dos años prácticamente desconocida.
Todas estas incorporaciones hablan de una lengua viva, que crece, añade significados y con ello expande la capacidad de pensamiento.
Muy diferente a esto es seguir el tren a quienes intentan imponer desde algunos círculos académicos, de combatir los masculinos genéricos, como si con ello se estuviera eliminando la cultura patriarcal.
Eso no pasa de ser un prejuicio.
Porque hay idiomas como el árabe, donde todos los sustantivos genéricos son femeninos, pero ello no impide que en sus sociedades la mujer esté sometida y avasallada en sus derechos.
Lo mismo pasa con el turco, donde los sustantivos no expresan género. Pensar que la cultura patriarcal se combate diciendo “miembras” en lugar del genérico “miembros”, o agregando a los participios activos como “estudiante” y “asistente” absurdas “a” finales, es una manera bastante paradójica de alejarse de la verdadera lucha por la igualdad de género.
No habrá menos femicidios en nuestros países por el hecho de modificar las palabras: eso se logrará a través de un profundo cambio educativo con perspectiva de género y un sistema de justicia que tenga el dinamismo y los recursos suficientes para frenar tanta violencia abominable.
Si usos como “todes” y “amigues” se popularizan, es posible que la Real Academia los termine incorporando a su diccionario.
Lo que no está bien es pensar que una modificación artificiosa del lenguaje tendrá efectos sobre algo que es mucho más profundo: una cultura ancestral que coloca como objeto de posesión del hombre.
La democracia uruguaya, sobre todo a impulsos del Batllismo, viene haciendo mucho desde hace más de un siglo para asegurar la igualdad de género y aún queda mucho camino por transitar: paridad en las listas partidarias, ruptura definitiva del techo de cristal que impide a las mujeres asumir cargos de responsabilidad, equilibrio en las remuneraciones, cambio en algunos relacionamientos entre los sexos que son propios de épocas pretéritas pero aún subsisten en la sociedad.
Los entusiastas defensores del lenguaje inclusivo tendrían que preocuparse más por estas cosas, y no tanto por si una palabra termina con “o” y no con “a”.