Editorial

El Partido de las reformas

César García Acosta

Tengo la suerte que mis amigos pertenezcan a un crisol de ideas que está más allá de ellos mismos (y obviamente también de quien soy, pienso y percibo). Como decía Enrique Tarigo: -entre uruguayos- siempre habrá tantas opiniones como personas debatan sobre un mismo tema. Eso nos enriquece, nos hace más tolerantes y hasta nos permite poner el punto de mira en un horizonte que nos comprenda de algún modo a todos.

Ya en 1906 José Batlle y Ordóñez, en el diario EL DÍA, decía: “yo considero que en países como el nuestro, donde el problema de la libertad está ya resuelto, es necesario empezar a resolver los problemas sociales”.

Y precisamente esa idea fue la antesala de un proyecto de ley presentado el 29 de diciembre de 1906 al Parlamento, que planteaba, en esencia, la determinación de un “fair play” (como le decían los ingleses liberales a las reglas del juego), con el fin de que oficiara como garantía regulatoria en clara evidencia de un Estado presente.

Pero para ser claros debemos sincerar el discurso. Por eso digo que esta columna, que aprovecho a dedicar -con el mayor de los respetos- a mis amigos detractores del batllismo reformista, y a la vez defensores a ultranza de un teórico batllismo ortodoxo, que seguramente hoy como ayer y en aluvión –tal como sucede edición tras edición de Opinar- critican nuestra concepción liberal de co-gobernar con blancos y nacionalistas en el marco de una coalición republicana de gobierno.

Para quienes entienden que el Uruguay de 2022 debería ser el mismo que el de 1915, debemos decirles que el texto y contexto de la vida, como el de las ideas, refiere al concepto de “reforma” como epicentro, y no como mero instrumento político circunstancial.

Se es reformista o no se lo es; y yendo al fondo de las cosas, serlo refiere a poner sobre la imaginaria del debate íntimo saber que los cambios sobrevendrán más allá de nosotros mismos. Nuestra forma de percibir en entorno depende en buena medida de la interacción social que es quien influirá sobre el marco de intereses de las cosas de la vida cotidiana. Somos batllistas: ¡defendamos al Estado!; no admitamos ni un solo cambio porque hacerlo podría suponer hasta “hipotecar las joyas de la abuela”.

Pero resulta que don Pepe jamás se planteó que debamos quedarnos estáticos, inmóviles, sin pensar ni reflexionar más allá de los libros que sobre el batllismo se editaron hace 50 o 60 años.

El Uruguay del primer cuarto del siglo XXI se enfrenta a un MERCOSUR debilitado que sigue mirando al puerto de Montevideo con una neurosis regional o de barrio, mientras el concepto internacional va variando en torno a la música que Putin le imprime a la orquesta imaginaria de una guerra que puso en el camino de los contenedores, de los más variados productos que están en tránsito por los mares del mundo, bajo el dilema del sobrecosto por los cargos impuestos a la seguridad en el transporte, sus riesgos asociados y hasta por la incidencia del valor del precio de los seguros que se pactan para el aceite, la carne, la soja, el arroz la vestimenta o cualquier otro bien, llegue o parta desde este rincón del sur de un mundo en conflicto. Eso pesa en Uruguay en general y en Montevideo en particular, tanto como lo experimentan los satélites de un bien o de un servicio, respecto del interés comercial, se esté en el puerto de la Ciudad Vieja o en su apéndice en un puerto seco, a 500 quilómetros de distancia, en la ciudad de Rivera en los límites con el Brasil.

Volviendo al proyecto de Ley de los tiempos de don Pepe al que aludíamos líneas arriba, que nacionalizaba los servicios de energía eléctrica, más allá de si a principios del siglo XX lo que se buscaba como pretexto era la protección del todo social y no del interés particular de unos pocos, lo que resultaba era el principio de la libertad económica diferenciándonos de muchos otros países en el mundo por “nuestra condición de pueblo nuevo que nos permite realizar ideales de gobierno y de organización social, que en otros países de vieja organización no podrían hacerse efectivas sin vender enormes y tenaces resistencias”.

Decía Batlle y Ordóñez: “ya en otra ocasión el Poder Ejecutivo ha expresado en términos generales que la concurrencia no deja de ser benéfica cuando ella es posible; pero cuando no lo es y el monopolio es inevitable, o cuando un alto interés social lo determina, los frutos del ejercicio de los servicios públicos y de los de utilidad general deben ser gozados por todos y no por una minoría… Esa orientación de gobierno que ha conquistado hasta los países más avanzados, ha nacido y se desenvuelve dentro del régimen económico actual, que es de libre concurrencia para ciertas actividades y de monopolio de hecho o de derecho para otras… No hay cambios en el régimen de producción”.

En el sentido literal y estricto del decir del gobierno de Batlle y Ordóñez está la simpleza de la conveniencia social como factor preponderante de la acción de un gobierno: en el caso de ANTEL de reciente debate, y del desprendimiento de la empresa estatal de roles y actividades en favor de la actividad privada en el marco de la libre competencia, el Estado no deja de estar presente, sino simplemente se aviene a ser uno más en la competencia existiendo más como regulador de referencia, que como un actor privado tratando de conquistar mercados para lograr su propia rentabilidad. Si al ciudadano le llegan más opciones y más baratas: ¿dónde debe radicar el interés, en la interpretación ideológica o en el valor de las ideas al servicio del interés general?

Hoy estamos ante un proceso de cambios en donde la ideología batllista y su concepto reformista debe apegarse estrictamente al estado de bienestar con el foco puesto en la resolución de las contiendas y no en el debate de los estereotipos.

Ya no hay tiempo para seguir debatiendo la historia; hoy estamos ante el mundillo de las decisiones políticas que nos garanticen una cohabitación ordenada.

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