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Rehabilitan a los partidos

Jorge Nelson Chagas

El  28 de noviembre de 1979 el general Julio César Rapela anunció que la rehabilitación de los partidos políticos se realizaría apenas se aprobase el plebiscito para reformar la Constitución de acuerdo con lo que establecía el Acta Institucional Nro. 2.

Los militares estaban  convencidos que podrían lograr el apoyo ciudadano para una instancia electoral sin apoyo de los partidos políticos. Lo que llama la atención es que no hubiesen prestado atención a la historia del Uruguay: ninguna reforma constitucional fue aprobada sin contar con el apoyo de los sectores mayoritarios de los lemas tradicionales. La desconfianza hacia la clase  política era casi absoluta y esto, obviamente, volvía muy dificultosa cualquier negociación o diálogo.

En el mes de  marzo el régimen había decretado la intervención de todos los locales y bienes del Partido Nacional. Y si bien, no se tomó una medida similar con el Partido Colorado, igualmente sus dirigentes fueron sometidos a una estrecha vigilancia. ¡Ni los pachequistas se salvaron! En una carta a Pacheco, Craviotto le relató que en un banquete de correligionarios aparecieron dos personas desconocidas – que pagaron el ticket- que no dialogaron con nadie y se retiraron sigilosamente. Craviotto estaba convencido que eran de los servicios de información. Era algo curioso: el régimen consideraba a Pacheco una suerte de aliado o colaborador – incluso, lo nombró embajador en EE.UU. –   pero, al mismo tiempo, lo mantenía proscripto, no quería que regresara al país y vigilaba los movimientos de su sector político.

A todo esto, la dictadura estaba sometida a una fuerte presión internacional por el tema de los derechos humanos. La enérgica actuación del embajador Carlos Giambruno en la OEA en defensa del régimen, mereció cálidos elogios de la revista Búsqueda: “las batallas han sido batallas, las guerras han sido sangrientas y el mando ha servido para mandar, aunque duela”. Nunca está de más recordar la actitud de muchos civiles, en aquellos años, que se autoproclamaban liberales.  Pero no para cobrar cuentas. Sino para comprender que el régimen tuvo más apoyos de los que generalmente se cree.

Hacia fines de 1979, la Comisión de Asuntos Políticos de las fuerzas armadas (la COMASPO) inició una ronda de conversaciones con dirigentes colorados, blancos y radical- cristianos. No fueron pocas las observaciones que hicieron los políticos al texto constitucional proyectado. Los militares reaccionaron con cierta sorpresa y enojo. Interpretaron que se buscaba imponerle condiciones. Jorge Batlle reapareció fugazmente y se pronunció en contra del proyecto.

En parte era gracioso. Los militares no comprendían la reaparición de figuras políticas que consideraban “perimidas”, cuando en realidad eran sus propias acciones – las proscripciones y la represión de toda actividad partidaria- las que habían impedido una renovación. Además comenzaron a cometer errores garrafales en el área de la comunicación. Es cierto que el general Queirolo dijo “a los vencedores no se le ponen condiciones”. Una frase  que cayó mal a la ciudadanía   y que tiempo después sería el título de un famoso documental sobre el plebiscito de 1980. En realidad a Queirolo le ocurrió lo mismo que a Sanguinetti cuando dijo “este gobierno no perdió ninguna huelga”. Esas frases tomadas aisladamente adquieren un significado distinto que si se analizan dentro del contexto de las declaraciones o los discursos. Queirolo no se dirigía a la ciudadanía, sino que fue una reacción de enojo como Comandante en Jefe porque había políticos que estaban teniendo contacto con oficiales salteando la cadena de mando.   

Lo cierto es que los militares entraron en la brega electoral con el pie izquierdo.

El planteo institucional de los militares en 1980 era el siguiente: si se aprobaba el plebiscito, no tendría ningún efecto durante doce meses y medio. Hasta febrero-marzo de 1982, las autoridades seguirían ejerciendo su poder sin ninguna restricción. Recién en noviembre de 1981, se celebrarían elecciones pero extremadamente condicionadas: solamente podrían participar el Partido Colorado, el Partido Nacional y la Unión Cívica.

Pero la cosa no terminaba ahí. Los partidos participantes tendrían que ponerse de acuerdo previamente en un candidato único a Presidente, común a todos ellos. Los ciudadanos, por lo tanto, estarían obligados a votar pero no elegirían. A su vez, lo que el plebiscito aprobaría no sería solamente el texto de la Constitución propuesta, sino que junto con ella quedarían convalidados los «Decretos Constitucionales» dictados por la dictadura desde el golpe de Estado de 1973, y también los que se dictaran todavía en el lapso que iba desde diciembre 1980-marzo 1971.  De este modo la ciudadanía, si aprobaba la Constitución, también estaría dando su visto bueno daría su aprobación a cualquier norma que la dictadura quisiera imponer todavía en ese tiempo.

Una de las implicancias del voto por el SI era que mantendrá su plena vigencia el Acta Constitucional Nº 4 de 1976, que había privado de derechos políticos por quince años a muchos miles de personas. Si  se confirmaba como rango constitucional, ninguna ley podría modificarlo. Asimismo se creaba un «Tribunal de Control Político» nombrado por los militares que podría destituir en cualquier momento al Presidente, a los ministros, a los legisladores, a los jueces, a los miembros de la Corte Electoral, a los Intendentes, a los miembros de las Juntas Departamentales y también a las autoridades internas de los partidos autorizados. En todos los casos este Tribunal – que se parecía al de la Santa Inquisición-  resolvería en todos los casos según su “libre convicción»,

La Constitución proyectada contenía otras perlas: ponía serios obstáculos a la formación de partidos nuevos ( y se si sorteaba los obstáculos quedaba disuelto si no conseguía representación parlamentaria), se creaban nuevas categorías de estados de excepción además de las “medidas prontas de seguridad” ya existentes en la Constitución de 1967  (“estado de subversión” y el “estado de guerra interno), se consagraba la existencia del Consejo de Seguridad Nacional, un órgano que recortaba las facultades naturales del Poder Ejecutivo, el Poder Judicial quedaba limitada, se eliminaba la prohibición del allanamiento nocturno y de la censura previa que figuraban en la Constitución de 1967,  se prohibía la agremiación de diversas categorías de personas y la huelga de funcionarios públicos, entre otros puntos.

El eminente constitucionalista Esteva Ríos fue uno de los redactores de este proyecto. Un hombre culto y fino conocedor de las cuestiones institucionales que apoyó el régimen. Menciono este dato porque demuestra que el proyecto no fue obra de palurdos. Lo que se trató, por sobre todas las cosas, es legalizar una situación de hecho. Buscaron que la ciudadanía diera su aprobación en las urnas a la dictadura, no de perfeccionar la Constitución de 1967.  

Desde la perspectiva histórica a primera vista sorprende que los militares hayan pensado que la clase política iba a aceptar semejante proyecto como si nada. También sorprende su incapacidad para negociar.  Tenían el control casi absoluto del país, la situación económica no era mala, su prestigio ante  una parte importante de la ciudadanía estaba intacto, ¿por qué no aprovecharon este momento para lograr un acuerdo con las fuerzas mayoritarias de los partidos tradicionales? Es probable que si hubiesen eliminado el Tribunal del Control Político, el candidato único y las limitaciones al Poder Judicial, podían haber logrado su objetivo. A riesgo de equivocarme tengo la impresión que los partidos tradicionales, a cambio, hubiesen digerido el COSENA y otras disposiciones.

Pero no fue así. Los militares estaban convencidos que podían imponer esa reforma constitucional sin negociar y no advirtieron que estaban en la misma situación electoral que Pacheco en 1971 cuando intentó la aprobación de un proyecto reeleccionista con el solo apoyo de su fracción política. Y en 1980 solamente contaron con  apoyo de un líder importante:  Pacheco, precisamente.

Si es correcto que Pacheco recibía mucha información contradictoria sobre la realidad uruguaya no debe haber sido nada fácil tomar una decisión. Hay indicios históricos que varios dirigentes colorados le aconsejaron que no se pronunciase ni a favor ni en contra del proyecto. Era el líder mayoritario del Partido Colorado y era conveniente preservar su figura. Estaba proscripto, no lo iban a rehabilitar todavía,  por tanto podía argüir legítimamente estar impedido de hacer política. No está claro porqué decidió apoyar el SI. En una conversación que tuvimos Gustavo Trullen y yo, su último secretario Alberto Iglesias, nos explicó que Pacheco consideraba al proyecto pésimo, pero entendía que era una forma de empezar la transición hacia la democracia. “La Constitución, cuando llegue el momento, se vuelve a cambiar”, habría dicho. 0 sea, sería un mal temporal. De todas formas era una apuesta política de alto riesgo, donde ponía en juego, nada más ni nada menos, que su liderazgo.                   La decisión de Pacheco no contó con la anuencia de todo su sector. Raumar Jude militó por el No. Algunos caudillos del interior acataron verbalmente la orden de su líder, pero dejaron en libertad de acción a sus votantes conscientes de las fuertes tradiciones liberales. El herrerismo también se dividió. Luis Alberto Lacalle Herrera se pronunció por el No.

El 9 de julio de 1980 el ministro del Interior comunicó que quedaban autorizadas las reuniones políticas, previa autorización policial y sólo se le concederían a ciudadanos que no estuvieran proscriptos.

Comenzaba la apertura política con severas restricciones. Pero, comenzaba…

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