Siete sueldos y una sola conciencia
Pablo Caffarelli
En la ética pública, como en la medicina, hay un principio rector: no basta con no hacer daño; también hay que evitar toda apariencia de hacerlo. Lo que está ocurriendo con Álvaro Danza, presidente de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), excede los bordes del reglamento y entra de lleno en el territorio de la moral pública, ese espacio donde las palabras “inhibición”, “decoro” y “ejemplo” adquieren sentido o se vuelven humo.
A la ya conocida multiplicidad de cargos de Danza —presidente de ASSE, docente grado 5 en la Facultad de Medicina, médico en la Asociación Española, Médica Uruguaya, y otras mutualistas— se suma ahora un séptimo ingreso, proveniente del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII). Se trata de un incentivo mensual de $10.632, confirmado por fuentes oficiales a El País y Montevideo Portal. Es un dato menor en cifras, pero mayor en significado: revela la naturaleza coral de un funcionario que percibe simultáneamente ingresos de tres organismos públicos y cuatro instituciones privadas, varias de ellas directamente vinculadas al ecosistema que él mismo regula.
La discusión ya no se limita a la letra de la Ley o a los informes jurídicos que, con precisión de notario, certifican la “ausencia de incompatibilidad”. El problema es otro: la incompatibilidad moral entre predicar transparencia y administrar poder desde una estructura de privilegio acumulado. Porque un presidente de ASSE que atiende pacientes en mutualistas privadas, dicta clases remuneradas en la universidad pública y cobra estímulos estatales de investigación no puede ser, al mismo tiempo, el garante de la equidad en un sistema de salud fracturado.
Hay una diferencia fundamental entre lo legal y lo legítimo. Lo primero se mide en artículos; lo segundo, en conciencia. Y cuando la conciencia de un jerarca se fragmenta entre siete remuneraciones distintas, la legitimidad se diluye como una gota de agua en el océano de los intereses cruzados.
No se trata de una persecución personal, sino de una constatación institucional. ASSE no es una oficina cualquiera: es el mayor prestador de salud del país, el que administra recursos públicos y vidas humanas en los rincones donde el Estado aún existe. Su presidente debería ser un símbolo de dedicación exclusiva, no un caso de pluralidad retributiva. El “derecho” a tener múltiples trabajos puede ser discutible; la obligación de inspirar confianza, no.
El incentivo del SNI añade, además, una dimensión inquietante. No se trata de un cargo académico ni de un premio, sino de un complemento económico sostenido con fondos públicos, otorgado por una agencia estatal. Es decir: Danza cobra tres sueldos del Estado por tres funciones distintas, todas dentro del horario, la estructura y la lógica del servicio público. Si la ética administrativa uruguaya tolera semejante superposición, entonces el problema ya no es Danza: es el sistema que lo permite y el gobierno que lo ampara.
Porque lo grave no es sólo la conducta del jerarca, sino el silencio del poder político que lo sostiene. Cuando un gobierno justifica con tecnicismos lo que moralmente es injustificable, derriba el principio de ejemplaridad que debería guiar a toda administración pública. Los informes que aseguran que “no hay incompatibilidad” podrán tener valor jurídico, pero carecen de alma cívica. No hay informe que absuelva la falta de pudor.
El Estado no necesita funcionarios infalibles; necesita funcionarios íntegros. Y la integridad, a diferencia de la habilidad, no se delega ni se interpreta: se ejerce o se traiciona. La ética pública no se negocia con planillas ni con resoluciones de asesores legales; se defiende en los hechos, en la renuncia o en la inhibición.
En este caso, la inhibición es la única forma de decoro. Danza debería suspender toda actividad privada remunerada y, si no puede o no quiere hacerlo, el gobierno debería sustituirlo. No por castigo, sino por respeto a la credibilidad de la función pública. Un sistema de salud que exige sacrificio a sus médicos no puede permitirse un presidente que multiplica ingresos y divide responsabilidades.
Siete sueldos no son un pecado capital, pero sí una afrenta a la ética republicana. Y cuando un jerarca acumula privilegios con la venia del poder, el problema deja de ser individual: se convierte en síntoma. Lo que está en juego no es el nombre de un funcionario, sino el prestigio moral de un Estado que parece haber olvidado que la ejemplaridad, como la salud, no se terceriza.