Cardama y la mora: una controversia jurídica que pagaremos todos
Pedro Bordaberry
El asunto vinculado al contrato con el astillero Cardama ha adquirido ribetes más políticos que jurídicos. Conviene, por tanto, examinarlo desde una perspectiva estrictamente legal, prescindiendo de valoraciones partidarias.
Tras revisar el contrato, surgen con claridad dos obligaciones principales:
Cardama se comprometió a construir y entregar dos patrulleras oceánicas.
La República Oriental del Uruguay asumió la obligación de pagar el precio convenido.
Hasta aquí, una relación bilateral clásica. Sin embargo, el contrato incluye obligaciones accesorias, entre ellas la constitución de dos garantías: una para respaldar el adelanto del pago y otra para asegurar el cumplimiento del contrato.
Un punto crucial —a menudo ignorado en el debate público— es que el contrato comienza a regir solo una vez cumplidas determinadas condiciones, entre ellas la presentación y aceptación de las garantías.
Ese acto jurídico ya ocurrió: Cardama presentó las garantías y el Estado uruguayo las aceptó expresamente. A partir de allí, se efectuaron pagos, se inició la construcción de las embarcaciones y se realizaron inspecciones. En consecuencia, el contrato estaba en plena ejecución.
Posteriormente, una de las garantías venció y, en lugar de exigir su renovación o sustitución, el Estado decidió ejecutarla. Al hacerlo, se encontró con irregularidades: una dirección incorrecta y una entidad emisora en liquidación.
La reacción oficial fue doble:
a) formular una denuncia penal por estafa, y
b) anunciar la rescisión del contrato.
Sobre la denuncia penal, cabe cautela: sin conocer su contenido y fundamentos, no puede formularse una valoración seria. No obstante, si la objeción radica en la aceptación previa de una garantía defectuosa, ello compromete directamente al propio Estado.
Resulta jurídicamente discutible rescindir un contrato alegando la invalidez de una garantía ya aceptada por el propio Estado.
En materia contractual, las obligaciones asumidas por el Estado trascienden los cambios de gobierno: la persona jurídica es la misma. Por ende, la aceptación de la garantía por parte de una administración anterior obliga a las siguientes, salvo prueba de dolo o fraude por parte del contratista.
Si no media mala fe demostrada, invocar el error propio como causal de rescisión vulnera el principio de buena fe contractual. Además, nuestra jurisprudencia es pacífica en cuanto a que un incumplimiento accesorio —como la caducidad o defectuosa constitución de una garantía— no habilita por sí solo a resolver un contrato en ejecución.
El contrato prevé una cláusula de mora automática, pero su redacción es ambigua. Repite que rige para los atrasos del Estado, y solo en una mención secundaria la extiende a ambas partes. La doctrina y la jurisprudencia uruguayas limitan severamente este tipo de cláusulas: solo procede la resolución inmediata cuando el incumplimiento es grave, esencial y contrario a la buena fe. Ninguna de esas condiciones parece configurarse aquí.
El Estado debió, como mínimo, intimar al contratista a sustituir la garantía o subsanar el defecto antes de declarar la rescisión. No hacerlo coloca al país en una posición jurídicamente débil y lo expone a un juicio millonario por daños y perjuicios.
Más grave aún es el desconocimiento del principio general del derecho según el cual “venire contra factum proprium non valet” —no se puede ir contra los propios actos—. Este principio, recogido en el artículo 1291 del Código Civil, deriva del deber de buena fe en la ejecución contractual y fue formulado por Savigny como una regla esencial de coherencia jurídica.
Aceptar una garantía, liberar los pagos y luego desconocerla constituye un acto contradictorio y, por tanto, contrario a la buena fe. Es la negación del propio acto jurídico que habilitó la ejecución del contrato.
Lo ocurrido refleja, más que un error técnico, una falta de prudencia institucional. Se actuó con precipitación —conferencia de prensa, denuncia penal, anuncio de rescisión— sin agotar las vías jurídicas previas. Parece un accionar mas propio de tiempos políticos que de defensa jurídica del interés nacional.
Aquella antigua advertencia, atribuida indistintamente a Napoleón o Fernando VII —“vísteme despacio que estoy apurado”— parece haber sido ignorada.
El resultado previsible es otro litigio internacional largo y costoso, que terminará resolviéndose bajo otro gobierno, con cargo al erario público. Mientras tanto, las responsabilidades se diluirán en el debate político, pero los costos los pagarán los mismos de siempre: los contribuyentes uruguayos.