Historia

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La muerte también se asusta

Diego Martínez

El viernes que viene morirá don Frutos Rivera en el rancho de Bartolo Silva.

Como aquel 13 de enero de 1854.

Nadie llore, diría el gran Melchor Pacheco y Obes.

La libertad estará abrazada con él para seguir habitando altares superiores.

Su tumba acá, en la República Oriental suya, vibrará.

Allí están huesos de un hombre que eligió ser pobre y grande a la vez.

Nació rico pero eligió la patria. Hasta dar todo, absolutamente todo lo que tenía, por ella. Sí. Y la transformó en república.

Algo tan sublime no admitió privilegios ni títulos de su parte. Jamás.

“Yo no persigo la fortuna sino la gloria”, dijo. Dio su vida. Y es glorioso.

Gracias. Gracias General Rivera que tenemos patria y república por usted.

Hizo el país. ¿Cómo?

Su padre quería verlo formarse en Europa. No fue. Se hizo el enfermo. Eligió la campaña, los ranchos, madrugadas, los gauchos, chinas, de su tierra, no de un suelo adoptado, de la tierra que lo parió para hacerla grande y libre.

En enero de 1815 derrotó a los porteños. Batalla de Guayabos.

Sus hombres combatieron desnudos. Asustaron. Organizados. Ya desde 1813 había formado, como Sargento Mayor de Línea, un escuadrón de lanceros compuesto por cien hombres que debían saber domar, nadar y carnear.

No fuimos argentinos, en realidad porteños, pues don Frutos hizo que aquellos enviados de la oligarquía de Buenos Aires huyeran despavoridos ante el empuje de sus huestes hechas en el llano y la libertad a caballo. No fuimos porteños, no somos hoy parte de Argentina.

Diez años después. En setiembre de 1825, el sábado 24, derrotó a los brasileños en el Rincón de las Gallinas. Les sacó ocho mil caballos, fundamentales para la siguiente batalla de Sarandí dieciocho días después.

Envió los heridos del enemigo al hospital de Mercedes. En lugar de fusilarlos, o degollarlos, indicó tratarlos y curarlos. No fuimos brasileños, no somos hoy parte de Brasil. Don Frutos humano, libre, humanista.

Somos diferentes. No acumulamos ejecutados, degollados, muertos.

Sumamos con don Frutos, vida. Y libertad.

En 1828 Rivera conquistó las Misiones Orientales.

Había estado solo, a monte, escondido, difamado, perseguido, condenado, durante un año y medio. Siempre con el Pardo Luna al lado, quien se vendió como esclavo y le aportó así dinero para llegar a Buenos Aires a limpiar nombre y apellido.

Lavalleja había ordenado su prisión y fusilamiento.

Vivía una honda soledad en los montes de Santa Fé. Hasta que miles de indígenas guaraní misioneros lo aclamaron libertador y jefe al firmar el Acuerdo de Guaviyú. Cruzó el río Ibicuy y avanzó.

De golpe, esos conglomerados indígenas –además de recuperar su memoria, su identidad- obtuvieron representación en la Asamblea Oriental. Sí. La indiada entendiendo y construyendo la nueva república. Con Rivera tenían además conciencia y derechos cívicos.

¿Lograrán entender algo tan importante quienes creen que debemos referir a algo “charrúa”?

En 1839 derrotó a los argentinos invasores en la batalla de Cagancha, departamento de San José. Durante casi un año espió al invasor, el sangriento Pascual Echagüe. Hizo andar sus caballadas por terrenos pedregosos y logró así deshacer sus cascos. Rivera ganó la batalla final. No fuimos porteños por segunda vez.

Gracias don Frutos.

Aunque sea lo único cierto que nos espera, la muerte genera miedos y misterios. Es un inferior reflejo del ser humano frente a lo desconocido.

Sin embargo, la muerte también se asusta. ¿Cuándo? Ante la grandeza.

Ocurrió cuando desde su lecho de enfermo, Rivera señaló un baúl y dijo a quienes le rodeaban que ahí estaba su verdad. Es que allí estaba su vida entera donada a la patria.

Don Frutos murió pobre.

Como vivió.

Y murió como el más libre, el más artiguista, el más liso y llano oriental.

Como el más grande.

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