Escuelas de dirigentes
Gustavo Toledo
Uno de los principales problemas a los que se enfrentan nuestros partidos en la actualidad es la escasa y muchas veces nula formación política que reciben las nuevas generaciones de dirigentes. Por desgracia, no existen escuelas, ni estrategias destinadas a formar cuadros. Ni siquiera se percibe un esfuerzo real y sostenido destinado a transmitir los valores y tradiciones que los definen, ausencia que agrava la desconexión existente entre las ramas juveniles y el tronco partidario y entre éste y sus raíces históricas. No alcanza con realizar actividades esporádicas, ni con editar folletos informativos o repartir objetos de merchandising. Se necesitan escuelas y maestros.
En el pasado, las redacciones de los diarios partidarios cumplían esa función pedagógica y los líderes no sólo ejercían el rol de caudillos sino también el de maestros, pues su propósito no era sólo juntar votos sino también parir ideas, transmitirlas y a través de ellas transformar la realidad. Por aquel entonces, no pocos ciudadanos compraban más de un periódico con el objeto de analizar y contrastar opiniones, propuestas, puntos de vista, o, simplemente, para disfrutar de la esgrima intelectual entre los editoriales de medios de tendencias enfrentadas. Asimismo, era frecuente ver en las barras del Senado o de la Cámara de Diputados a padres que luego del trabajo llevaban a sus hijos a ver y a escuchar a tal o a cual legislador, aunque no fuera necesariamente de su pelo político, a sabiendas de que sus dotes como orador, su cultura general y su habilidad dialéctica los enriquecería como ciudadanos. De un tiempo a esta parte, todo eso cambió y mucho. La gente ya no lee diarios. Los dirigentes ya no los escriben. Y los padres ya no llevan a sus hijos al Parlamento.
Quizás una de las causas de este fenómeno de descaecimiento de nuestra cultura cívica esté en una extendida y creciente falta de perspectiva histórica, en el reino del aquí y el ahora. Ya no se concibe a la política como una construcción colectiva a largo plazo, que trasciende la acción (y ambición) del dirigente de turno y que implica una labor docente activa por parte de los viejos dirigentes destinada a conectar ese pasado del cual provienen con el futuro que las nuevas están llamadas a construir. Esa es la labor que urge que lleven a cabo quienes se formaron en aquellas redacciones de los diarios de antaño, que mamaron la política desde la juventud y que cuentan con un bagaje de conocimiento y experiencia que más que la posibilidad de compartir y transmitir, tienen el deber de hacerlo.
Por fortuna, los tres partidos tradicionales (sí, el FA también) cuentan con ex presidentes, ex vicepresidentes, ex ministros, ex legisladores y otros tantos ex funcionarios que, en su mayoría, o están entregados a la fatigosa tarea de mantenerse en el candelero, o están en sus casas cultivando el ocio creativo, o dedicados a la actividad privada.
¿Se imaginan el salto de calidad que podría dar nuestro sistema político en poco tiempo si cada colectividad apostara en los próximos años a la formación de cincuenta, cien o ciento cincuenta jóvenes de entre 18 y 25 años? ¿Se imaginan el terremoto que podría provocar dentro de cada partido un cúmulo de personas formadas e informadas, con conocimientos de Historia, Economía, Ciencia Política, Geopolítica, Filosofía, Sociología y tantas otras disciplinas, con un conocimiento profundo del Uruguay real y de su gente? ¿Se imaginan el efecto multiplicador que esto tendría? ¿Se imaginan, pues, cuánto bien podrían hacer nuestros ex gobernantes, si apostaran a la docencia y sembraran la semillita del cambio, proyectándose a través de esa pléyade de nuevos servidores públicos?
Estas preguntas están ligadas a otras, quizás más concretas: ¿puede una sociedad de dimensiones liliputienses como la nuestra darse el lujo de prescindir de semejante capital acumulado? ¿Pueden nuestros partidos, debilitados y fragilizados por la desidia que los domina, comenzar de cero cada vez que una nueva generación irrumpe en el escenario, o desdeñar de plano todo lo que hubo antes, creyendo desde su supina ignorancia que lo sabe todo? ¿Puede una dirigencia como la que gobernó nuestro país en los últimos treinta años, con sus luces y sombras, aciertos y errores, privar a las nuevas generaciones de gobernantes de su aporte, consejo y conocimiento, ya sea para imitarlos, tomarlos como referencia o actuar en sentido contrario al suyo? Para mí, la respuesta es clara y sencilla: NO.
El capital humano está, que es lo más importante, lo que falta es la infraestructura (en tiempos de Internet eso no debería ser un problema real), la organización y por sobre todo la voluntad. Y ésta, si hay una mínima conciencia de la realidad, debería ser fácil de construir… O al menos eso desearía creer.