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El tiempo, la muerte y la vida que se nos va

Alexander Salinas

En la vida hay temas que nos rozan sin permiso, que nos tocan sin anticiparnos, que se cuelan en la vida diaria cuando menos lo esperamos. La muerte es, contundentemente, uno de ellos. Desde los comienzos de la humanidad se viene debatiendo y reflexionando sobre este tema que, hasta ahora, sigue siendo muy controversial. Las religiones, en general, nacen fundamentadas en la búsqueda de respuestas al propósito de la vida y al después de la muerte. Las opiniones son variadas: almas que se reencarnan, seres que mueren completamente, filosofías que entienden la muerte como un volver a empezar… En fin, muchas respuestas para una sola interrogante. Al parecer, para muchos es un tema tabú, pero más allá del miedo o la evasión, ¿y si pensamos sobre ello? ¿Y si reflexionamos una vez más sobre este hecho inevitable?

La muerte es, y siempre fue definida o materializada, como dije anteriormente, de muchas formas; pero siempre un ente que no habla en voz alta, aunque nos susurra interrogantes esenciales para aproximarnos al sentir: ¿Qué vale la pena recordar?

¿Qué gestos merecen repetirse? ¿Qué vínculos queremos cuidar mientras estamos acá?

Filosofar sobre la muerte no es rendirse ante ella, no es naturalizarla, sino aprender a vivir con más conciencia sobre el hoy, sobre lo simple de la vida y lo circunstancial,

sobre aquello que debo disfrutar porque no sé si mañana morirá.

Traer en consideración el concepto es fácil pero complejo a la vez. La muerte se manifiesta en todos los ámbitos y de diversas formas: a veces muere un amor, a veces muere un sueño, o otras veces muere una idea deseada pero no realizada. En fin, un concepto universal que, como se puede entender, es inevitable.

Por ende, hablar de la muerte nos permite pensar en el tiempo: cómo lo administramos, en qué lo dedicamos, cómo valoramos el hoy, cómo valoramos a quienes nos rodean, y cómo apreciamos la vida que tenemos, sin quejas.

La vida es corta, los momentos son fugaces. ¿Qué es lo que nos trajo a este mundo?

¿Para qué vivimos? ¿Vale la pena vivir para morir?

A veces nos preguntamos cuánto tiempo creemos tener… Cuántas veces más vamos a decir “después”, como si el después no se deshiciera en el aire. El tiempo no para, no retrocede, sigue, y en eso hay amores, anhelos, deseos que se nos escapan entre los dedos; no porque falte voluntad, sino porque sobra miedo.

Y mientras tanto, la vida sigue, como si no pasara nada. Pero pasa. Pasa todo y sigue pasando. Y uno se queda ahí, con las palabras a medio decir o con los gestos a medio camino. Se nos va la vida, los sueños se van encajonando, las historias van muriendo, hasta que no queda nada…

El tiempo no se pierde como se pierde algún objeto material que no importa —una lapicera, un billete, una tarea—. El tiempo no hace ruido, no deja rastro. Se disuelve. Y cuando uno se da cuenta, ya no está. Es tarde. Hay que reinventarse y volver a empezar; lo perdido, perdido está.

Nos encontramos en un subespacio profundo de nuestro inconsciente donde podemos mentalizarnos a nosotros mismos y a la idea de algo o al sentimiento de alguien haciéndose cenizas. Ya no se puede regresar. Esas manifestaciones pueden aparecer en sueños, en pensamientos, en acciones, en una escena de una película o en una canción.

Hay cosas que no se resuelven. No porque falte voluntad, sino porque su naturaleza es irreparable. La muerte es una de ellas. No hay vuelta, no hay reencuentro en esta dimensión. Y, sin embargo, seguimos amando. Amamos a quienes ya no veremos nunca más. Amamos en presente, aunque el cuerpo esté ausente. Es un amor que no pide respuesta, pero que tampoco se extingue. El dolor que deja la muerte no es un error del sistema, es su consecuencia más humana. Porque si no doliera, ¿qué diría eso de lo que sentimos? El dolor no es el enemigo: es la prueba de que algo nos importó tanto que su ausencia nos transforma.

“Nunca más” no es solo una frase que duele. Es una frontera. Una que no se cruza, pero que transforma todo lo que queda de este lado. Cuando alguien que amamos muere, no solo se va: nos deja frente a una versión distinta del mundo. Un mundo donde esa voz ya no suena, donde ese gesto ya no ocurre, donde ese cuerpo ya no ocupa espacio.

El tiempo que tenemos no es garantía, es posibilidad. No sabemos cuánto es, ni cómo va a ser, ni cómo puede cambiar todo en un segundo. Pero mientras esté, podemos

elegir qué hacer. No para negar el dolor ni para olvidar a quienes ya no vamos a ver nunca más. Al contrario: para que su ausencia nos enseñe a estar más presentes.

El tiempo que queda es el que se puede convertir en gesto, en palabra, en acción. Es el que puede transformar el amor que ya no tiene destinatario en cuidado hacia lo

que aún vive. No es consuelo: es tarea, y también privilegio.

Las personas somos muy complejas, y quizá no dimensionamos la suerte de poder decir “Estoy vivo”. Quizá algunos lo pensamos, quizá otros no tanto, pero ese

sentimiento de estar vivo, de sentir alegría por estar vivo y querer seguir adelante, es, en mi opinión, un pilar fundamental de nuestra existencia.

La muerte llega sin avisar y sin darnos cuenta, a nosotros o a nuestros seres queridos, así como también las oportunidades de hacer, de sentir, de ser, auténticamente.

Cuando nos damos cuenta, termina siendo demasiado tarde, es el gran dilema de la humanidad, nos damos cuenta de las cosas cuando ya es demasiado tarde, pudimos tener una oportunidad que desperdiciamos, podemos cambiar de parecer, pero todo

eso ya no importa. Esa persona ya no está más, sea físicamente, o como una alegoría algebraica, en donde dos líneas separadas se cruzan, se unen, pero eventualmente se separan. Eso es la vida, así son las personas. Si nuestra vida es como un camino en el que caminamos desde que nacemos, vamos a tener compañía por momentos, vamos a arrepentirnos de ciertas decisiones, de perder a ciertas personas en el camino.

Otras nos van a acompañar e inevitablemente pueden quedarse en el camino,

nosotros lo único que podemos hacer es seguir adelante, solos, con un gran peso encima, con una añoranza, con nostalgia, con recuerdos, pero solo eso. En realidad terminamos caminando solos, en un camino que puede ser agradable pero que por momentos puede ser aterrador, tormentoso, muy difícil.

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