Política Internacional

¿Adónde vamos?

Julio María Sanguinetti

En su clásico poema “Lo fatal”, el gran Rubén terminaba su dramática incertidumbre existencial con su resonante sentencia: “…Y no saber adónde vamos, ¡ni de dónde venimos!…”. Pues bien, hoy los pasajeros de este mundo desconcertante estamos algo peor porque sabemos de dónde venimos pero ni idea de a dónde vamos.

Veníamos, desde los años 80, de un mundo globalizado, en el que la revolución digital arrasaba los cánones de la sociedad industrial, los humanos nos comunicábamos directamente por celulares, los intermediarios –sean partidos o iglesias o sindicatos– luchaban por sobrevivir, las redes sociales daban voz a quien quisiera, las fronteras comerciales caían, mientras la democracia y la economía de mercado lucían rozagantes. El Muro de Berlín se derrumbó en 1989 y ya no quedó duda, porque el sueño marxista terminó su pesadilla. Rusia se pasó al capitalismo salvaje y hasta China entró en la Organización Mundial de Comercio, que simbolizaba el nuevo tiempo de comercio libre. Como decía hace poco Friedman en el New York Times: “No nos dábamos cuenta de lo optimistas que estábamos”.

De a poco, sin embargo, fueron irrumpiendo primero una crisis financiera en 1988 y luego un clima de rivalidad entre EE.UU. y China, cuando esta había sido el gran prestamista de los del norte, explotando a cambio el mercado abierto de su poderoso deudor. Con todo, el optimismo se mantenía, hasta que se nos vinieron la pandemia y dos guerras, en que se hizo evidente que el mundo democrático tenía dos enemigos crueles: la Rusia de Putin, invadiendo un vecino, y el Irán de los ayatolás lanzando a su brazo terrorista sobre Israel para impedir los acuerdos de paz que venían avanzando.

Ahora se nos ha sumado el desconcierto en nuestro propio mundo, cuando EE.UU., la mayor potencia occidental, empieza a destruir los paradigmas que desde 1945 le han permitido al mundo vivir sus mejores años y sacar de la pobreza a más gente que nunca en la historia.

En el conflicto Rusia-Ucrania, el presidente Trump no condena al agresor, le da la razón y hoy por hoy le está regalando un triunfo político a quien militarmente fracasó en su objetivo de conquistar Ucrania. El principio de respeto a la soberanía de los Estados, los compromisos asumidos en nombre de la paz, en caída libre. Las Naciones Unidas ignoradas. Hasta anuncia, por sí y ante sí, una retomada unilateral del Canal de Panamá y una suerte de ocupación, compra o lo que fuere, de Groenlandia, hoy bajo dominio de Dinamarca.

Al mismo tiempo, proclama que aplicará aranceles a la importación de vecinos con los que está ligado por un tratado que él mismo negoció y hasta rebautizó. Otro principio en caída: el pacta sunt servanda, los acuerdos se cumplen, ya no rige para la gran potencia. Todo depende de su buena voluntad y de erráticas decisiones presidenciales que irrumpen como en una marchanta subiendo y bajando aranceles sin análisis ninguno.

Se pone en pausa el proyecto de un comercio mundial más libre, que inspiró la creación de la OMC hace 30 años. EE.UU. anuncia de modo estentóreo que vuelve el proteccionismo y en una versión absolutamente arbitraria, en la que vuelan los 10% o los 25% al compás de titulares en los medios. Todos los compromisos se desconocen. Ni se habla de ellos. El impacto económico de esta actitud aún es imprevisible, con prórrogas en el medio y reclamos de las cadenas productivas internacionales que se quiebran.

El eclipse del derecho internacional es total. La multilateralidad, desconocida. EE.UU. se fue de la OMS y en cualquier momento abandona otra agencia. A lo que se suma, en el orden político, otro quiebre histórico: la unidad de un mundo occidental que desde 1918 exitosamente libró unido dos guerras mundiales y una guerra fría en nombre de la democracia. EE.UU. le dice a Europa que no será más su paraguas de protección y que se arme para defenderse. Puede tener alguna razón en reclamarle que asuma una mayor responsabilidad militar, pues las últimas décadas le han permitido destinar a bienestar, con holgura, lo que EE.UU. gastaba para proteger a todos. No tiene ninguna, en cambio, para hacerlo abruptamente, cuando Europa es agredida por una Rusia que, invocando los manes de Pedro el Grande y José Stalin, pretende dominar a todos sus vecinos. Rusia, como en la Guerra Fría, se asume nuevamente como enemigo mortal de la OTAN, el tratado que ligó a Occidente para defenderse de las agresiones y que ha sido pieza clave de la paz. Hoy navega en la incertidumbre porque tampoco se ha definido el rol futuro de su mayor fuerza militar, que es la norteamericana.

Alumbra un nuevo cambio de época. La globalización quedó atrás. Retrocedemos en todas sus dimensiones hacia un mundo imprevisible. EE.UU. retorna al viejo nacionalismo económico y desata una guerra comercial con China, que se ha erigido ahora en un vigoroso competidor aun en el plano de la alta tecnología. Sin moverse, enigmático y silencioso, el Imperio del Medio ve que su rival divide a Occidente, su propio espacio, y le regala una aproximación de la atribulada Europa. Lo de Dinamarca nadie sabe en qué terminará. En América Latina cunde también una extraña sensación, porque la amenaza a la soberanía de Panamá puede transformarse en un serio conflicto continental, con una causa renovadora del viejo prejuicio antiyanqui que durante tantos años fue razón de ser de esa trasnochada izquierda que asoma a veces en las actitudes de Brasil.

Mientras tanto, pese a acuerdos parciales, sigue la agresión a Ucrania y pende de un hilo la frágil tregua de Gaza. Trump pretende erigirse en pacificador. Ojalá llegue a serlo. Pero no a costa de una claudicación del Occidente democrático.

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