El abrazo a un sueño
Julio María Sanguinetti
Reconozco que, de todas las religiones laicas, como las llamara Raymond Aron, la marxista ha tenido una potencia de convicción, una capacidad de resistencia (resiliencia, como se dice ahora) que es asombrosa. Resiste lo más importante, que es la prueba de los hechos. Se transforma así, más que en una confesión o una doctrina, en mitología.
Es la que Platón evoca en su diálogo El Político, cuando describe la oposición entre un mundo movido por el “demiurgo”, ese gran maestro, esa fuerza misteriosa donde se expresan el orden y la inmortalidad, y un mundo abandonado a sí mismo, a su mero hacer, condenado a la desaparición y al caos. El mito enfrenta al reinado de Cronos, el tiempo, se asume eterno, porque siempre después del caos volverá el “demiurgo” a reconstruir el orden. Como dice Mircea Eliade, “más que una resistencia a la historia, es una rebelión contra el tiempo histórico, una tentativa para reintegrarlo, cargado de experiencia humana, en el tiempo cósmico, cíclico e infinito”.
No es fácil entender esta nube de pensamientos, creencias o sueños para quienes nos hemos formado en el racionalismo. Tampoco para quienes profesan una religión monoteísta, con una visión trascendente de la vida, asociada a la concepción de un Dios supremo. En el caso del marxismo, nos enfrentamos a una mitología materialista, en que, destruido el mundo del capitalismo, renacerá -no se sabe cómo ni cuándo- ese otro tiempo. Se suponía que algún día llegaríamos a la sociedad sin clases, a la muerte de la dialéctica, a un Estado conducido hacia el orden por ese misterioso “demiurgo”, esa extraña fuerza impulsora.
El hecho es que toda esa especulación abstrusa, a veces inentendible pero imprescindible, nos explica por qué se choca con la rotundidad de los hechos y no se los asume.
Cuba es el paradigma de la contradicción. Fue el sueño revolucionario en su mayor expresión. Era un pensamiento casi místico. “La revolución… la revolución…”. Se suponía socialista, pero libertadora; luego se definió comunista, nunca llegó a la dictadura del proletariado y se quedó en una estructura totalitaria comandada por su nomenklatura hermética e indiscutida. Detrás de ese mito se armaron guerrillas redentoras, armadas para llevarnos a ese mundo paradisíaco. Luego vinieron las reacciones militares, y la dialéctica entonces fue bien otra.
Aquel mundo ilusionado trajo sufrimientos, sangre, horrores. A algunos nos duró poco el sueño. Otros sucumbieron al mito y, aun inconscientemente, lo tienen asumido como fe. Solo así se explica que no se advierta la ruina de una Cuba donde no hay ni energía para los hogares. Es el testimonio, ya incuestionable, del error de la doctrina colectivista del marxismo.
Esa misma fuerza mitológica impide a los devotos festejar el Premio Nobel de una luchadora de la libertad como María Corina Machado. Se esconden, dan vueltas, expresan dudas… ¿Cómo alguien puede ignorar la grosería totalitaria de Maduro? Allí no hay pudor, ni siquiera una cosmética.
Más inexplicable aún, no asumen la causa ucraniana, nadan en una corriente confusa, porque en el fondo el “demiurgo” ruso les trae a su memoria los anteriores, los constructores de la mitología, los de los tiempos “cósmicos” de la felicidad estalinista.
Ni hablar de cómo miraron extrañados el ataque de Hamás a Israel, que los llevó a alguna declaración de compromiso, hasta que la legítima defensa del agredido casi inmediatamente les trajo de nuevo la resurrección mitológica. La fuerza “del mal” había reaparecido: el demonio norteamericano apoyando a un Israel paradigma de este tiempo histórico que debe desaparecer. No bien la espada del agredido se blandeó, saltó la acusación: genocidio. Cuando se anunciaba la paz, no marchaban celebrándola sino condenando al agredido. Las banderas LGTB se confundían con las palestinas, en el colmo ya grotesco de la contradicción. La paz firmada en el hermoso Sharm el-Sheij (que conocí cuando me entrevisté con Mubarak) es un episodio de un enorme valor real y simbólico. Cesa el fuego: es lo real. Lo simbólico es que todo el mundo árabe se suma al acuerdo, por expreso o en silencio, pero agradeciéndolo. Lo que se venía gestando en el llamado Acuerdo de Abraham da ahora otro paso más.
En todo este episodio, el mundo de la llamada “izquierda” no está cómodo. No cree en el valor de la libertad. Confunde personas con valores.
El mito le impide entender que aun Trump es capaz de representar el bien, aunque sea en un acto aislado. Que EE. UU. puede, una vez más, como en el heroico desembarco de Normandía, alumbrarnos de esperanza.
Todas las revoluciones han costado dolores y sangre. Los provocó la Revolución Francesa, pero terminó con los absolutismos y nos dejó las repúblicas. La marxista ha cobrado un tributo infinitamente mayor y solo ha dejado oscuridad, pérdida de libertad, atraso. De doctrina ha pasado a simple mito. Y éste sigue operando en la conciencia de mucha gente, que ni siquiera se da cuenta y apoya a grupos terroristas que el mismísimo Marx repudiaría. Si lo hubieran leído, entenderían lo que digo. François Furet, el gran historiador de la Revolución Francesa, escribió también El pasado de una ilusión, una historia de la idea marxista en Europa, donde se ha entendido algo más que en esta América Latina, aún a la espera de un historiador que cuente la tragedia que significó.
Cómo les cuesta a tantos “compañeros” frentistas reconocer que Cuba es un fracaso, Maduro un dictador, Israel una democracia y Hamás una organización terrorista… ¡Cómo les cuesta! Nosotros, los de Jerusalén, Atenas y Roma, celebramos con alegría. Siempre supimos dónde estábamos y hoy, como en 1948, festejamos, y como en 1967, 1973, 1983 y 1993, nos abrazamos al sueño de la paz definitiva.