El desencanto en América Latina, tierra de realismo mágico
Julio María Sanguinetti
El desencanto parece ser hoy la nota dominante en las democracias occidentales. Ni hablemos en nuestra América Latina, tierra de realismo mágico, donde los encantamientos han sido buena parte de su historia.
Muchos de esos desencantos no carecen de fundamento, pero usualmente son la consecuencia previsible de un anterior deslumbramiento, hijo de la quimera de un paraíso perdido o de la inspiración de algún autoproclamado mesías que baja a la Tierra para redimirnos.
Así pasó con Chávez, quizás el ejemplo más visible y notorio. Emergió como un líder militar golpista, sublevado contra la corrupción ambiente que denunciaba. Preso y amnistiado, medró en su condición de víctima al amparo del debilitamiento de los partidos tradicionales, los socialdemócratas y demócratas cristianos, “adecos” y “copeyanos”. Juró por una “Constitución moribunda”, en solemne ocasión en que tuvimos la oportunidad asombrada de participar. A partir de allí, todo fue personalismo y lo que empezó como un caudillismo simpático terminó en esta dictadura sombría e ineficiente que ha llevado a Venezuela a la pobreza de hoy.
Hay otros encantos y desencantos aún más sorprendentes. En Chile, por ejemplo, lo que lucía como una democracia moderna, que luego de la dictadura de Pinochet protagonizaba un virtuoso proceso de avances, unos disturbios populares, comenzados en 2019 por una suba de precio del transporte público, terminaron en un estallido social con muertos y graves daños materiales. El espectro político renueva entonces el pacto constitucional, como modo de salida de aquel momento de revuelta. El 25 de octubre de 2020, en medio de la pandemia, más del 70% de la ciudadanía se pronuncia a favor de que se elija una Convención Constituyente. En mayo, se la vota, ya con un extraño resultado, en que los partidos pierden pie. Como pasó también con la elección de gobierno, que terminó con el triunfo de un joven Boric, catapultado a la opinión pública desde la dirigencia estudiantil y que, apenas con un partido propio, doblegó claramente en el ballottage a un candidato de derecha (que tampoco representaba al tradicional liberalismo conservador). Boric se jugó a favor de la nueva Constitución, pero la opinión pública rechazó su texto extravagante (por decir lo menos). De ahí se pasa a un nuevo pacto y a la designación de una comisión redactora que llevará a plebiscito, en diciembre de este año, un nuevo proyecto.
Ínterin, sigue la vida. Y Boric tuvo que enviar al Ejército a la frontera norte, por aluviones inmigratorios, y al sur, por rebeliones mapuches. Y enfrenta un sangriento desafío con el narcotráfico, que ha cobrado la vida de varios carabineros. El asesinato de uno de ellos provocó una imagen que recorrió el mundo, con el presidente arrodillado delante de la viuda del carabinero muerto, ante la mirada de los expresidentes Bachelet, Lagos y Piñera. De inmediato se aprobó una ley fortaleciendo los poderes de los carabineros y todo esto lleva, como es natural, a un creciente desencanto a quienes imaginaron que el joven presidente sería el mismo rebelde de las asambleas estudiantiles.
Tanto es así que, días pasados, las dos cámaras reunidas recibieron, por teleconferencia, al presidente ucraniano, Zelensky, quien agradeció el apoyo del gobierno y el Parlamento chilenos ante la invasión rusa. Al acto no asistieron, sin embargo, los legisladores del Partido Comunista, que se supone integra el gobierno, y del Frente Amplio, en que militó en su tiempo el actual presidente…
Narramos esta historia porque Chile ha sido un caso de éxito democrático, en que gobernaron socialistas, demócratas cristianos y liberales conservadores, que han sido rebasados, sin embargo, por estos arrebatos de malhumor popular.
Personalmente, pienso que el presidente Boric está actuando con la mejor de las intenciones y enfrentando realidades duras con sentido del Estado. Pero eso no es lo que imaginaron, ni en sueños, quienes los llevaron al poder.
Si posamos la mirada en el gigante brasileño nos chocamos también con perplejidades. Para empezar, resulta que cuestionábamos a Bolsonaro por su admiración por Putin y ahora se repite lo mismo con Lula, en el momento, además, en que comanda una sangrienta agresión. Más: el canciller ruso, Serguéi Lavrov, visita Brasil y afirma que los dos países tienen posiciones “muy semejantes”, en el marco de una sospechosa gira por Cuba, Nicaragua y Venezuela. Lo que se confirma por las declaraciones de Lula equiparando responsabilidades entre Rusia y Ucrania y afirmando que Estados Unidos, al proveer armas a Ucrania, es un factor del conflicto. En Portugal, en una visita oficial bastante incómoda para el mandatario brasileño, este corrigió bastante ese punto de vista, pero tiene preocupados a los Estados Unidos y a toda Europa.
Añadamos la autorización a pernoctar en Río a una flotilla iraní a la que ni Uruguay ni la Argentina permitieron recalar en sus puertos y luego declaraciones de un “tercerismo” anacrónico, como afirmar: “Me despierto de noche pensando quién es el que nos ha dictado comerciar todo en dólares”.
Aquí también asoma el desencanto, pero en dirección opuesta, porque la desilusión es la de tanta gente moderada, demócrata, occidentalista que, reñida por principios con la agresión rusa, no logra entender a este nuevo Lula.
Saludamos que Brasil esté “de retorno” en el mundo, como ha dicho. Pero ha de recordar que los liderazgos lo son por ejercer una natural influencia y que esta no se construye desde la ambigüedad en los principios.