La larga gestación del Uruguay independiente
Julio María Sanguinetti
Hay años que resultan marcantes en sus consecuencias históricas. Episodios aparentemente singulares, al inscribirse en el devenir de los acontecimientos, terminan anudados. Y 1828 es uno de ellos. Es nada más ni nada menos que la paz entre las Provincias Unidas y el Imperio de Brasil, de la que resulta la independencia de la hoy República Oriental del Uruguay. El año termina, en diciembre, con el trágico episodio del fusilamiento de Dorrego por Lavalle, que será fuente de discordia hasta hoy, al punto que cuando el kirchnerismo pretendió “revisar” oficialmente la historia, denominó al malhadado instituto que creaba con el nombre de aquella lejana víctima.
Motiva este recuerdo que este 25 de agosto el Uruguay celebró el 199 aniversario de lo que oficialmente se proclama como Día de la Independencia, aunque en realidad lo es con respecto a Brasil pero no con las Provincias Unidas a las que en ese acto retorna la Provincia Oriental.
Los acontecimientos de 1825 nacen con el desembarco de los “treinta y tres orientales” en la Playa de la Agraciada, luego de partir desde San Isidro al mando de Juan Antonio Lavalleja.
La Provincia Oriental había pasado a dominio portugués, luego de la derrota del artiguismo, que había perdido Montevideo ante las fuerzas del brigadier Lecor en 1817 y sucumbirá definitivamente en la batalla de Tacuarembó en enero de 1820. En el ínterin, Brasil se separa de Portugal proclamando su Imperio, en el Grito de Ipiranga de 7 de septiembre de 1822: el rey don Juan VI había retornado a Portugal y su hijo Pedro se sublevó, quedándose en Brasil y proclamando su independencia en calidad de Imperio. Este episodio pone de relieve la diferencia sustantiva de los procesos de independencia en la América hispánica y la lusitana. Brasil era una monarquía y la independencia ocurre dentro de la monarquía. No hay revolución, ni héroes de la misma, ni aun un ejército que construyera una tradición de combates como lo ha sido entre nosotros. Recuerdo que Lula, en su primera presidencia, dijo con mucha gracia que cuando viajaba ponía flores a los grandes héroes de todos los países y que cuando a él le tocaba recibirlos no sabía qué héroe mostrarles, salvo Pelé o Ayrton Senna…
De todo esto resultó un Brasil unido, que logró preservarse como tal pese a los numerosos intentos separatistas que se dieron en Bahía, en Pernambuco y en Río Grande del Sur. Esta digresión se hace necesaria cuando muchas veces nos cuesta entender los modos de actuar de este enorme país que siguió siendo monarquía hasta 1889.
El hecho es que desembarcado Lavalleja el 19 de abril de 1825, pactará con Fructuoso Rivera, el otro gran caudillo, se instalará una Junta de Gobierno y una Sala de Representantes de los pueblos que el 25 de agosto proclamará la independencia de Brasil y su retorno a las Provincias Unidas. Naturalmente, era un audaz acto de fe, porque precisaba derrotar al poderoso ejército imperial. Rivera triunfa en Rincón, donde muere el general João Propicio Mena Barreto y el 12 de octubre Lavalleja, en la batalla de Sarandí, vence al general Bento Manuel Ribeiro. Reincorporada la Provincia Oriental a las Provincias Unidas, el Imperio declara la guerra y la flota imperial iniciará un bloqueo del puerto de Buenos Aires, que sufrirá incontables penurias. Es un corte drástico del comercio y una pérdida insuperable de recursos financieros.
La guerra se hace penosa. En febrero de 1827, Alvear derrota al marqués de Barbacena en Ituzaingó pero luego la situación se estanca. Rivadavia, acosado por la crisis, envía a Manuel García a negociar la paz en Río de Janeiro. Lo hace reconociendo que la Provincia Oriental quede en el Imperio, lo que produce una pueblada en Buenos Aires, el rechazo del acuerdo por el propio Rivadavia, que termina renunciando a su corta presidencia. Asume entonces Dorrego, que intenta también, desesperadamente, poner fin a la guerra. Su ministro de Hacienda renuncia porque “las arcas del Estado están vacías y no hay formas de llenarlas”. El mismo Dorrego dice que “no hay una bala en el parque”, “no hay un fusil, ni un grano de pólvora”.
Toda esta negociación, en sus idas y venidas, avances y fracasos, tuvo un actor fundamental que es lord Ponsonby. La mediación británica la habían pedido las dos partes y más allá de tesis conspirativas sobre su propósito, lo incuestionable es que Inglaterra lo que quería era la libertad de los ríos para comerciar. No era incorporar nuevas colonias ni asumir un rol de garante de los acuerdos políticos o de límites, como reiteradamente lo rechazó Canning. Despectivamente, Napoleón calificaba a Inglaterra de “nación de tenderos” y si por eso entendemos un imperio eminente comercial, no hay duda de que así lo fue porque así lo quiso. Quería paz para comerciar.
Así llegamos a otro episodio fundamental en abril de 1928: la reconquista de las Misiones por Fructuoso Rivera. Solo apoyado por el santafesino Estanislao López y perseguido por Lavalleja, Dorrego y aun antes Rivadavia, logró en veinte días una acción fulgurante y decisiva. Esa fue la razón para que el Imperio entrara en razón. El presidente de la Provincia De San Pedro lo dice con todas las letras, reclamando apoyo porque el caudillismo de Rivera lo puede llevar rápidamente a conquistar Río Pardo y hasta Porto Alegre.
Ahí el Imperio claudica. Teme perder Río Grande incluso. Y se firma la Convención Preliminar de Paz, en otro agosto, el día 27 de ese 1828. Dorrego, entusiasmado por la reconquista de las Misiones, a última hora quiere darse vuelta pero Guido y Balcarce, desde Río, le dicen que ya es tarde. Esto también le será caro a Dorrego, porque cuando vuelven defraudados los militares argentinos, tendrán en Lavalle el ejecutor de ese resentimiento. Rivera, desde las Misiones, dirá sobre su fusilamiento: “…la imaginación me pinta una cadena de males interminables, cuyo primer eslabón bañado de sangre nace de la tumba del desgraciado Dorrego”.
La independencia uruguaya, como se advierte, reconoce una larga gestación, de 17 años, entre 1811 y 1828, con un sabio partero, lord Ponsonby. Fue esperanza para los que después nos llamamos uruguayos. Dramática para los gobernantes argentinos. Tanto Rivadavia como Dorrego pagaron caro la paz con el Imperio y el desgajamiento de la Provincia.
Pero todos, de un modo u otro, contribuyeron a forjar una historia que nos sigue inspirando.