La realidad muchas veces supera la ficción
Jorge Nelson Chagas
En 2004, doscientos activistas libertarios – libertarios, no liberales – que se habían conocido en las redes sociales decidieron copar un pueblo de Estados Unidos para crear su mundo ideal, con el objetivo de demostrar que sus ideas no solo funcionaban en la teoría. Así que luego de visitar docenas de locaciones, eligieron Grafton, un paraje boscoso de mil habitantes al noreste del país con un lema a su medida: “Vivir libres o morir”.
Los visitantes se instalaron en carpas y casas rodantes. Aunque la mayoría de los residentes los rechazaban, empezaron a conseguir aliados entre los conservadores del pueblo, que los ayudaron a cumplir su objetivo. Con la idea de quitarse todas las ataduras estatales, Grafton se fue quedando sin presupuesto para mantenimiento vial, bomberos y hasta biblioteca pública.
Y dicha sea la verdad durante un tiempo, las cosas funcionaron. Aunque nadie reciclaba, reparaba los baches ni apagaba los incendios, la libertad absoluta parecía ameritarlo. Pero entonces sucedió lo impensado: un doble homicidio -las primeras muertes violentas en la historia del pueblo- tras una pelea entre vecinos… Cuando intentaron reforzar la seguridad, los libertarios encontraron que los recortes habían reducido el departamento de policía a un jefe, un oficial de tiempo completo y un patrullero descascarado.
Entonces llegaron los osos. Atraídos por el olor de la comida y los desperdicios de los forasteros, que habían expandido la mancha urbana hasta su territorio, ahora tenían una oferta calórica irresistible, que los volvió cada vez más intrépidos y agresivos. Los humanos les mandaban señales confusas: algunos les convidaban dulces, otros ponían trampas o les disparaban. Cuando los agredidos pidieron ayuda al Servicio de Caza y Pesca, la respuesta fue: “Arréglense ustedes”.
El experimento se fue desinflando, hasta llegar a su final en 2016. Los que se quedaron terminaron votando una suba del presupuesto municipal, que lo llevó a un 50% más que antes de su llegada.
Estos hechos motivaron al periodista investigador Matthew Hongoltz-Hetling, a escribir un libro titulado irónicamente “Un libertario se topa con un oso”. En el mismo afirma que la historia demuestra que “si le das a un libertario la varita mágica para que transforme a la sociedad, las cosas no van a salir como lo imagina”.
En realidad, los libertarios – de buena fe – cometieron exactamente el mismo error que los constructores del socialismo real: intentar crear un paraíso en la tierra, olvidándose que la naturaleza humana es imperfecta y la realidad es infinitamente compleja. No hay teoría que pueda descifrar de una vez y para siempre esa realidad. Así de simple.
Y comencemos a rezar por nuestros hermanos argentinos.
¿Liberales?
Miro poco la televisión. Pero hace unos días atrás, por pura casualidad, observé unos fragmentos del programa “Polémica en el bar”. En la mesa estaba el doctor Fernando Doti, presidente de la Asociación de Liberales del Uruguay y en un momento, afirmó que el país vivió una prosperidad entre los años 1850 o 1840 y entre 1870-1880. Su planteo me pareció algo confuso en cuanto a las fechas, pero además esbozó una suerte de elogio a la Constitución de 1830. A su juicio, había permitido crecer al país por sus principios liberales.
Ignoro qué opinaron los demás integrantes de la mesa porque debí abocarme a otros menesteres y no continué viendo el programa. Sin embargo, la intervención del doctor Doti me siguió revoloteando en la cabeza. En realidad, la idea que existió una edad dorada de auge económico en Uruguay gracias al liberalismo económico no es nueva. Ramón Díaz en su obra “Historia Económica del Uruguay” (2003) sostiene lo mismo. Javier Milei – el político mediático que está de moda – plantea algo similar en el caso argentino. El historiador conservador Paul Johnson también expresa lo mismo en su monumental obra “Tiempos Modernos” (2011) sobre EE.UU. Nada nuevo bajo el sol.
Quiero suponer que Doti no está proclamando la necesidad de retornar a un tipo de democracia censitaria como la que proponía la Constitución de 1830. Creo que apunta, por encima de todo, al papel del Estado. El bendito Estado, el ogro por antonomasia de liberales y libertarios.
Y bien. La documentación histórica demuestra que Uruguay vivió una prosperidad bastante artificial generada principalmente por la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) pero luego, sobrevino la “Revolución de las lanzas” (1870-1872) de Timoteo Aparicio. Es cierto que el ganado lanar trajo aparejado sustanciales mejoras en el campo como lo expresó Doti, pero el problema central era la falta de paz en la campaña. “¡No puede ser que los gauchos alzados carneé las ovejas que dan lana todo el año!” era el reclamo de los estancieros. En 1875 vivimos el “año terrible”, que fue escenario de la inconvertibilidad transitoria de la moneda, el tambalearse del Banco de Mauá, la descontrolada inflación y la cesación de pagos del Estado. Por aquel entonces, se levantaban voces que preveían la inevitable desaparición del Uruguay independiente, que consideraban “inviable”. Sin embargo… el país se recuperó.
¿Cómo? No hay que olvidar que el conflicto de Paraguay profesionalizó al Ejército uruguayo. Los militares dirigidos por el coronel Lorenzo Latorre se tomaron el gobierno el 10 de marzo de 1876 e iniciaron un dominio casi permanente de la historia del país que abarcaría una década. El Estado se hizo cargo de inmediato de toda la emisión circulante de papel moneda sin respaldo en oro Y comenzó a extinguirla a medida que permitía el pago de los impuestos con ella. Para dar tranquilidad a la plaza los billetes eran entregados al fuego como así también el material de emisión que había en cargado a los Estados Unidos el gobierno de Pedro Varela.
Con mano de hierro Latorre logró un equilibrio presupuestal, cuidando los gastos públicos y fue más lejos aún: sentó las bases definitivas del principio de autoridad, creando una estructura de poder que fue, en esencia, la del Estado moderno y centralizado que el Uruguay sólo había conocido por aproximaciones, más nunca por entero.
El alambramiento de los campos – en clara defensa de la propiedad privada- la imposición del el telégrafo y el ferrocarril que mejoraron notablemente las comunicaciones y el rifle Remington y los máuseres que dieron mejor poder de fuego a las tropas del gobierno, fueron transformaciones que evitaron la extinción del país. La promulgación de los códigos de Procedimiento Civil e Instrucción Criminal (1878) se vinculó al mismo deseo: modernizar, haciendo más ejecutivos los juicios y delimitando de una buena vez los procedimientos que se arrastraban casi incambiados y complejísimas desde la época colonial. El Código Rural, se reformó 1879 y entre 1877 y 1879 se procedió también a crear el Registro de Embargos e Interdicciones judiciales, con lo que se buscaba una garantía complementaria para los acreedores -sobre todo los hipotecarios y prendarios- revelando de nuevo la legislación su vinculación con las concepciones de defensa de la propiedad.
Y la frutilla de la torta fue la reforma vareliana de la enseñanza que no solamente creó a los ciudadanos, sino que – algo generalmente olvidado – posibilitó el surgimiento del trabajador disciplinado que se integró a la economía capitalista. Los años siguientes fueron recuperación y opulencia, de despilfarro y refinados lujos, de construcción de mansiones en el Prado y de renacida autosatisfacción, al menos hasta 1890. Pero lo importante es observar que sin la intervención del Estado Uruguay no hubiese podido desarrollarse y prosperar.
La explicación no es complicada: en Uruguay, a diferencia de otros países, el Estado construyó la sociedad civil. El estatismo está en nuestros genes.
Esto no quiere decir que eso sea bueno. No es un juicio de valor. Es una realidad histórica, nos guste o no, que explica muchos de nuestros comportamientos.