Política nacional

Los maniquíes de la patria

Diego Martínez

Harto de mentiras. Así estaba.

Falsas promesas y traiciones habían atrapado la conducta de sus seguidores, ahora más que nunca parecidos a mercenarios y no a militantes de las causas de siempre.

En los últimos actos que le cupo organizar, la mitad de sus confirmados no fue. Y buena parte de quienes anunciaron concurrir, pidió algo…”Tengo la moto rota hace un mes, me falta comprar los frenos”. “Sigo esperando las chapas, anoche llovió”. “¿Ya sabe si en el club se puede hacer el cumple de 15 de la nena?”. “Sé que esos cargos van por sorteo, capaz usté puede hacer algo…”.

Aquel coordinador, ducho, exitoso en organizar grandes actos del coloradismo, era sobretodo una de las versiones más interesantes del creativo, el ocurrente. Alguien no dispuesto a aceptar la realidad si esta no amparaba sus planes y en consecuencia, portador de una especial magia para construir realidades de su agrado. 

Varios retos de sus jefes le habían dolido. Estaba decidido a un próximo evento al máximo en convocatoria.

Bajo ningún concepto admitiría sillas vacías –algo reiterado en las últimas reuniones- y menos en las filas delanteras donde se registraban las presencias destacadas.

A la hora del acto, Ríos supo cuántos habían fallado. Treinta y dos, algo así como tres filas semivacías.

Pero cuando el presentador dio por iniciada la reunión, todas las sillas estaban ocupadas. El local, con luz fuerte en el escenario y penumbra en la platea, lucía desbordante. Lleno total.

¿La traición traicionada?

Treinta y dos maniquíes. He ahí la respuesta.

Llegados de una inactiva sastrería, compartieron butacas de una asamblea colorada desbordante. Sin aplaudir, ni escuchar glorias y vivas a Batlle y don Frutos Rivera, sus brazos en alto marcaban algo superior que les convocaba cuando esos nombres sonaban como cantados. Tenían piel de plástico, pero que también se erizaba.

– Viva don Frutos Rivera que nació rico y murió pobre!

– Viva!

– Para que hoy esta patria sea lo que ayer no era.

– Viva! respondía la asamblea a un animador que no había cobrado dineros para exclamar eso.

Los muñecos llegaron desde una sastrería en liquidación y suplieron a militantes humanos en trámite similar .

Humanos. Sí.

Humanos eran quienes morían cuando hubo que hacer la patria en vez de llenar actos partidarios. 

Aunque por su rol parecieran maniquíes, seis lanceros de carne y hueso fueron dispuestos por Bernabé Rivera en la cima de una colina, al final de la batalla de Sarandí.

Allen Castro, general brasileño, se retiraba derrotado.

De golpe, Bernabé se le puso cara a cara.

– Mire general, mire allá, nuestro ejército corona la cuchilla, no sacrifique a su gente.

Ocurrió.

Castro creyó que detrás de la colina estaba el ejército oriental. En instantes, quinientos soldados brasileños se rindieron.

Aquellos humanos de la cima de la colina, seis, vueltos maniquíes orientales, con la astucia de Bernabé, los derrotaron.

Completaron el triunfo de Sarandí.

Otro aspecto de esa magia de nuestros fundadores que, al tiempo de hacer de nuestra patria algo posible, salvaba vidas.

Ríos hizo algo ocurrente. Maniquíes vueltos humanos, superaron la defección de la moderna militancia política, reservándole el derecho a la burla y multiplicándole los elogios de sus líderes.

Todo con el coraje de quien cree en la causa que defiende y está dispuesto a todo para que ella sea realidad. Al surrealismo de Ríos, o a la muerte más digna de alguien que nos dio patria y ni siquiera sabemos su apellido.

Prisionero y separado para ser degollado después de la Batalla de India Muerta, en marzo de 1845, un soldado de don Frutos planteó hablar con Urquiza el triunfador. Aceptó éste e indicó se le desatara.

Con sus manos libres, ese oriental ya uruguayo al que le debemos tanto, desató su chiripá, giró y al mostrarle el trasero desnudo a Urquiza le gritó “esto es para que sepa, que un soldado del General Rivera no se caga cuando sabe que va a morir”.

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