Reformas sí, demagogia jamás
Fátima Barrutta
Hay una similitud que conecta la práctica política del gobierno de Emmanuel Macron en Francia con la de la Coalición Republicana en nuestro país: la voluntad férrea de defender y concretar una reforma del sistema de seguridad social.
En ambos países se parte de un diagnóstico incontrastable: el crecimiento de la expectativa de vida y la disminución de los nacimientos ponen en entredicho la sustentabilidad del sistema previsional. Cuando menos trabajadores activos tienen que hacerse cargo con sus aportes de los ingresos de más jubilados y pensionistas, queda claro que no hay ecuación que aguante.
Lo interesante es apreciar como el gobierno uruguayo que preside el doctor Lacalle Pou ha desarrollado e implementado su propuesta de una manera metódica: primero advirtiendo en el programa de la coalición la importancia e inevitabilidad de la reforma, después convocando a una comisión interpartidaria de expertos que trabajó durante dos años, recibiendo a las más variadas delegaciones sectoriales, y finalmente, manteniendo la iniciativa reformista a pesar de las voces agoreras que temían un indeseable costo político.
Creo que el extremo cuidado de todo este procedimiento ha influido poderosamente en lo que está pasando con la reforma: si bien tiene un duro contendiente en la oposición política y su infaltable brazo sindical, también es cierto que avanza de forma sistemática y ordenada, sin los incendios (metafóricos y literales) que estamos viendo que se producen en Francia por un tema semejante.
A lo más que llegó el Pit-Cnt fue a un deslucido paro general del 23 de marzo, aderezado con declaraciones altisonantes que pretenden simplificar la complejidad del proyecto de reforma, distorsionando sus alcances.
Pero la situación en Francia es bastante más grave, a pesar de que la propuesta de Macron luce a simple vista más benigna: mientras nosotros llevaremos la edad mínima de retiro de 60 a 65 años, lo que él propone es que pase de 62 a 64.
No obstante, la reacción ciudadana ha sido furibunda. La gente ha salido masivamente a las calles, con una ira semejante a la de las lamentables manifestaciones de los “chalecos amarillos” de 2018. Las huelgas se suceden en cascada y Macron debió recurrir a un artículo constitucional que le permite consagrar su proyecto vía decreto, lo que incrementó las protestas, que ahora reclaman además cancelar las decisiones autoritarias.
Un corresponsal de El País de Madrid acaba de comparar esta intransigencia del presidente de Francia con la que no supo tener más de una década atrás Jacques Chirac, quien terminó retirando una impopular ley de empleo juvenil debido a las presiones de la ciudadanía en las calles.
Y esta es la disyuntiva que me parece interesante analizar. Porque de algún modo conecta con los consejos que en su momento había recibido el presidente Lacalle de asesores y colaboradores directos, en el sentido de no avanzar con el proyecto reformista en este período, justamente por su previsible impopularidad.
Cuando un dictador desoye la manifestación del pueblo e impone sus políticas, está obrando de manera inmoral. Pero cuando un presidente constitucional, elegido democráticamente, cumple un compromiso de campaña por el que fue votado, no debería retirarlo por presiones militantes, por más numerosas que resulten. Al dejar que le torcieran el brazo en aquella oportunidad, Jacques Chirac emitió una señal peligrosa: si no estás de acuerdo con las medidas que toma un presidente en uso de sus facultades constitucionales, podés organizar una turba que gane las calles y genere violencia, como forma de forzarlo a que desista de ellas. En ese sentido, es correcta la decisión de Macron de seguir adelante con su proyecto, en la medida en que lo realice con sujeción al ordenamiento jurídico. Porque lo que importa acá es cuidar la calidad del ejercicio de la función pública. Los gobernantes, ¿son meros administradores de las demandas ciudadanas, obrando de acuerdo con los resultados siempre cambiantes de las encuestas, o son líderes que indican a la ciudadanía hacia dónde dirigir su destino? ¿Importan más los costos políticos azuzados por el afán de popularidad, que la misión que el gobernante debe encarar para cumplir objetivos nacionales?
Esa es la gran diferencia que separa a la democracia de la demagogia, desde la Antigua Grecia hasta el presente. Y quienes integramos la Coalición Republicana tenemos bien claro de qué lado estar.