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Pobres Poderosos

Nicolás Martínez

Toda aquella persona que busque la palabra “relato” en el Diccionario de la Lengua Española, encontrará por definición a la misma lo siguiente: Narración, cuento. Ahora bien, podemos concluir entonces que el relato es una construcción, que toma a veces elementos verídicos y los narra, o que refiere tanto a hechos como a historias ficticias. ¿A qué viene esta señalización? Como bien sabrá el lector, nuestros días están constantemente atravesados por relatos, relatos de un lado, y relatos del otro lado. Una suerte de estado de sitio atravesado por una dicotomía imperante que divide bandos entre los buenos y los malos, lados que, además, se adjudican ser los poseedores de la verdad, de la virtud y la moral, cuando en realidad son desertores esquizofrénicos encandilados por su propia ceguera e irrespetuosos en perpetuo desacato, estéril y febril.

Todo relato, podríamos decir que tiene, por tanto, una intencionalidad o una finalidad específica. Es decir, el relato no es una creación casual, es una construcción intencionada que persigue una consigna funcional a intereses particulares o individuales. ¿Pero qué pasa cuando los relatos son construidos desde el poder? Intuitivamente podríamos decir que persigue o busca acrecentar el poder, es decir, poder para el poder. En este sentido, quienes ofician de constructores de los relatos, buscan distorsionar la realidad mediante el uso y abuso de premisas falsas, edulcorando un hecho objetivo tangible, con un relato subjetivo sustentado en el “yo para mí”.

El sociólogo Zygmunt Bauman, señalaba hace algunas décadas atrás como nuestra sociedad está ante lo que él llamaba, una modernidad líquida, donde las que eran hasta hace poco, realidades sólidas, se han desvanecido, dando lugar a una sociedad de características poco alentadoras con un escenario provisional, precario y volátil. Nada es permanente, todo cambia, incluso la verdad. ¡Bienvenida Posmodernidad! El posmodernismo, por llamarlo de alguna manera, es una corriente de pensadores que a grandes rasgos rechazan la realidad, es decir, en sus postulados se vaticina la muerte del sujeto y la muerte de la realidad. Es el fin.

Cuando hablamos de fin, en clave de posmodernidad, lo hacemos en referencia al fin de todas las convenciones científicas, políticas, sociológicas, religiosas y sociales que nos atraviesan a lo largo de nuestras vidas y las que también, nos definen y definieron como individuos. En este marco conceptual, no existen entonces, ni la realidad, ni el sujeto, ni la verdad. Y él no dar por válida la existencia de la realidad y la verdad, permite precisamente la construcción de relatos, ajenos a los hechos y al sentido común. El relato y el discurso serán entonces, los paladines claves y constructores de la nueva realidad, reconfigurando nuestra manera de ver el mundo, de interpretarlo y de pensarlo. Lo más preocupante si se quiere, es que, ante la ausencia de la lógica como método o mecanismo de validación o análisis de las premisas, ante la inexistencia de la verdad, el individuo puede abrazarse a ideas que no son más que construcciones emocionales, afines a intereses y relativismos morales.

Un individuo posmoderno o, mejor dicho, un sujeto deconstruido socialmente y devenido en una suerte de ciudadano del mundo, no tendrá nación, no tendrá patria, no tendrá familia ni identidad cultural. Un individuo posmoderno es un enemigo acérrimo de la razón, de la ilustración, dando a lugar una suerte de paradoja conceptual en la que se afirma que no existe la verdad, sosteniendo una premisa que afirma como verdad, pero que, en esencia, no es tal ante la tesis primera de la no existencia de la verdad en sí. Loco, ¿no?

Es decir, la nueva generación de intelectuales, falsos profetas si los hay, señalan desde su torre de marfil y desde un relativismo moral devenido en oportunismo político e ideológico, que no existe la verdad y, por tanto, que su verdad es la única verdad. Hasta este punto no habría inconvenientes, porque estaríamos haciendo referencia a ciudadanos que libremente expresan su sentir hacia el mundo y la vida cotidiana con un talante argumentativo que puede aceptarse o rechazarse en un marco de libertad de expresión, de pluralidad de ideas y de republicanismo. El problema comienza cuando se coarta la libertad de elección y se obliga a pensar de determinada manera, señalando al otro como el equivocado, como el profano que no advierte mi grado de superioridad intelectual ni la validez de mi verdad revelada, por tanto, y bajo una lógica dicotómica, si no estás conmigo, serás mi enemigo.

Ejemplos de rebaños inmunizados con la vacuna de la demagogia, la intolerancia y deslealtad intelectual, sobran en nuestra sociedad, y los hay de un lado y del otro de la grieta, santa grieta de las trincheras de los terroristas del despotismo y del engaño. Mercenarios que dibujan falsas sonrisas en el monitor de un televisor, mientras inyectan miedo, terror y mentiras bajo la premisa del bien común de la República ¡Vándalos! Vándalos ofidios que mancillan legados históricos de nuestro país para prostituir libertades y cercenar voces de disidencia en procura del hombre nuevo, aquel Homus Sovietticus que ostento en carne propia, un desfile interminable de libertades, beneficios y derechos, sobre todo derechos humanos, con dos grandes constantes con superávit: sangre y hambre.

Ahora bien, el lector notará que, en nuestra clase política, habita una fauna autóctona, diversa y saurópsida, que reivindica de manera constante, la filosofía dicotómica del conflicto, del no diálogo y de la perpetua pose. Te hablan de libertad, de justicia social y de derechos, mientras promueven con la misma corbata, la suspensión de las garantías individuales, la implementación de una igualdad selectiva y hemipléjica, y el martirio y avasallamiento del derecho a quien ostente pensar distinto o al que se niegue ser bautizado por la palabra santa.

Cabe preguntarse a esta altura entonces ¿es válido utilizar el odio y el hambre? Sin dudas que la respuesta debería ser que no, que no es válido utilizar la miseria humana como mero recurso propagandístico, político y egoísta. Menos válido es deformar la realidad, es negar los hechos y construir relatos artificiales que son acomodados milimétricamente para ser funcionales a estrategias de polarización y sensibilidad. Y aún menos válido, por no utilizar el término nefasto, es sembrar y alimentar el odio de los unos contra los otros, crear falsos enemigos donde no los hay, bajo un haz de miedo, negatividad y augurios de escenarios tenebrosos donde se ponen en juego la libertad, el hambre y la esperanza.

En una pasada columna, señalaba la política entendida como el arte de lo posible, en una suerte de receta pragmática inscripta en la gestión del conflicto social. En este sentido, y volviendo a esa concepción brevemente mencionada, Valles (2000) señala que la política es la “práctica  o actividad colectiva, que los miembros de una comunidad llevan a cabo. Su finalidad es regular conflictos entre grupos y su resultado es la adopción de decisiones que obligan (por la fuerza si es necesario) a los miembros de una comunidad”. Dicho esto, la política debería ser quien articule y regule los conflictos, no quien los cree ni quien los alimente. ¡Despertad os ruego, del sueño benevolente de la mercantilización de las esperanzas de la ciudadanía! ¡Largaos de aquí pútrida casta de ponzoñosas hienas de las nobles ideas!

Para finalizar, cabe preguntarse tal como lo hizo hace algún tiempo, el gran Arturo Pérez Reverte: ¿No es mejor echarse en brazos de una naturaleza ciega, desprovista de sabiduría y objetivos, que temblar toda la vida esclavizados por una supuesta Inteligencia Todopoderosa, que ha dispuesto sus sublimes designios para que los pobres mortales tengan la libertad de desobedecerlos, y convertirse así en continuas víctimas de su cólera implacable?

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