Reflexiones sobre el Estado y la modernización
Hugo Batalla
FUENTE: reedición revista Punto y Aparte
El tema del Estado está en el centro del debate nacional y es bueno que así sea. No solamente por lo que él significó en el Uruguay que un día fuimos sino por su notoria crisis en el país que ahora somos. Una crisis que para muchos impone la sencilla solución quirúrgica y para otros, entre los que nos contamos, requiere de otras cautelas, otros reparos que no pasan por la apurada varicela de su desmantelamiento. Fundamentalmente porque entre el estatismo obsecuente y el antiestatismo de moda, existe un ancho campo, al que dedicaremos las siguientes reflexiones, que más que ideas acabadas son apenas esbozos de un camino que habrá que recorrer un día.
El largo y conocido el proceso mediante el que los pueblos que emergieron de la edad media se fueron autoconstituyendo como naciones, creando costumbres, idiomas y tradiciones, Mucho después, cuando esos elementos identificatorios eran una realidad, sobrevino la necesidad de una esfera política autónoma y las flamantes naciones erigieron fronteras, ejércitos, legislaciones propias y al cabo se constituyeron en Estados.
Muy diferente fue el proceso histórico uruguayo. En nuestro país la nación se construyó desde el Estado. Un Estado que en gran medida supuso la frustración del sueño artiguista y por eso nació sin la convicción profunda, sin la emoción encarnada con que otros pueblos lograron su independencia nacional.
¿Qué fue nuestro siglo XIX sino una lucha dolorosa sobre un Estado que pugnaba por constituirse sobre una nación que no existía? Todos sabemos que la Guerra Grande. Venancio Flores y las intervenciones brasileñas fueron una consecuencia de una nación aún no asumida. Como también lo fue nuestra confusión de luchas intestinas de Argentina a la que los orientales todavía se sentían integrados. Y ello porque el Estado cuando no se apoya en un firme sustrato de convicción colectiva, aparece como lo que es: una estructura jurídica formal, una red de instituciones establecidas para normar la vida de una colectividad.
Porque aquí, ennuestro siglo, el país asistió a un sgeundo proceso fundacional, cuando de brazos abiertos recibió e integró el enorme caudal inmigratorio venido desde Europa. Fue a través de esto, terminado el período de las guerras civiles, que el Estado que había luchado por su reconocimiento durante el siglo anterior, consagró su triunfo histórico y los uruguayos se constituyeron en nación. Una nación orgullosa de su Estado, que a sus ojos aparecía como el factor de integración, como el conductor de la economía y el gran protagonista de la modernización. Nadie que reflexione sobre este tema puede olvidar este entronque histórico del Estado, que hace a nuestra especificidad nacional.
Es cierto que a partir del ocaso del modelo batllista, a mediados de fines de la década del cincuenta, el Estado uruguayo dejo de constituir un acicate para el desarrollo, para convertirse en un organismo burocrático, lento e ineficiente en muchas áreas. Absorbiò durante déadas los males de la sociedad, escondiendo la enfermedad y la decadencia instalada en ella. Un buen día el juego se acabó, y el desgaste apareció donde siempre había estado, en una estructura socioeconómica que había trasladado sus males al Estado. Pero ese descubrimiento no le devolvió la juventud. La realidad mostro sus grietas y su enorme desgaste.
La dictadura militar no fue en el país una casualidad, sino una respuesta, por más torpe y ciega, a los males que nuestra sociedad y su estado padecían. Lamentablemente fue una respuesta tan desatinada que a su término los males se agravaron: ¡y vaya que se agravaron!
Hoy todos escuchamos las voces que nos sugieren un día sí y el otro también, que desmantelamos el Estado. Hay que revisar el batllismo, nos proponen. Esos –dicen- eran otros tiempos, ahora ha llegado la hora de la modernización, que estará en manos privadas y ya no de funcionarios. El viejo sueño liberal del juez y del gendarme asoma en su discurso generalmente encubierto bajo el manto de la modernización. Yo creo que se equivocan en sus objetivos y que desdeñan lo que fue la historia de nuestra nación, aun cuando algunas de sus críticas puedan y deban recogerse.
Empecemos por algunos hechos cuyo reconocimiento empieza ya a abrirse camino. Más allá de la leyenda, el Estado uruguayo no es exclusivamente grande, ni es grande la participación en el producto, ni es desmedida la carga fiscal que él supone en relación a la mayoría de la sanciones sub o plenamente desarrolladas. El problema no es, pues, desmontarlo sino transformarlo. Repensarlo sin preconceptos y sin ideologismos, asumiendo que está enfermo, pero que la solución no es matarlo sino curarlo. Y digo sin ideologismos y no sin ideologías, porque estas últimas están siempre presentes, permeando nuestros pensamientos, conformando desde nuestras percepciones hasta nuestros discursos.
Repensar, pues, al Estado para un mundo moderno, es cierto, pero desde un país subdesarrollado y dependiente, lo que no es menos cierto.
¿Qué pasó entonces con el Estado uruguayo, que un buen día dejó de funcionar eficazmente y como una gran esponja comenzó a absorber los males de la sociedad? Sucedió que todos –pero especialmente la clase política- comenzamos a usar el Estado para amortiguar las tensiones que venían desde abajo, que se generaban en la sociedad civil. El Estado que había construido a la nación, ahora se encontraba con que su hijo se encontraba díscolo y exigente como un padre demasiado concesivo, empezó a otorgar más de lo que tenía y razonablemente podía. Y así, caso sin quererlo, hemos llegado a casi más de un cuarto de millón de funcionarios, para una estructura que no justifica tanto personal. Paralelamente y en la medida que los ingresos se contrajeron, la solución fue recortar las remuneraciones. El salario público, que durante una parte de este siglo fue muy superior al privado, inicio su largo descenso. El resultado es que en el momento promedialmente, apenas supera el salario mínimo vital. Se repartió la miseria.
Desde el punto de vista de la sociedad, que incesantemente demanda servicios, prestaciones y una suerte de acción tutelar por parte del Estado, el panorama es complejo. Parecería –siguiendo con nuestra simili filial- que la sociedad se siente defraudada con un Estado que no responde adecuadamente a todas sus demandas, Y la reacción ante ese desaire, consiste en multiplicar las requisitorias, sin reparar en que enfrenta a un organismo cuya capacidad de decisión, está más que saturada.
Podíamos sintetizar esquemáticamente la valoración del actual papel del Estado uruguayo, diciendo que no está en donde tendría que estar y que donde está, no cumple adecuadamente con sus obligaciones. Las preguntas son entonces: ¿cómo romper este círculo vicioso?; ¿cómo devolverle a ese Estado, que durante la mitad de este siglo fue un ejemplo para el mundo, el rol dinamizador que ahora ha perdido?
Cuando tratamos de obtener una respuesta a estas preguntas, debemos asumir que el Estado no es algo autónomo, con vida propia, sino que es un aparato que actúa en determinadas condiciones económicas, sociales y políticas. Que existe en suma una interacción entre el Estado y sociedad y que ambos se explican recíprocamente.
En primer lugar, el Estado actúa por decisiones políticas de los partidos que lo gobiernan. Sí –como ha sucedido- se utilizan sus servicios o sus puestos de trabajo para ganar elecciones, sin duda rápidamente se volverá ineficiente. Pero esta situación no es atribuible directamente al Estado, sino a los partidos que lo ocupan y a las normas que permiten ese uso.
En segundo lugar, el Estado actúa en un marco jurídico dado por la Constitución y la Ley. Entonces hay que analizar el grado en que ese marco jurídico debería ser modificado para permitir una gestión más eficiente.
En tercer lugar, el Estado genera un conjunto de relaciones con intereses y organizaciones privadas. En el Uruguay de los últimos treinta años, los grupos sociales con mayor poder de presión, han decidido sobre las decisiones estatales procurando un beneficio corporativo. Se estableció así una interrelación entre intereses privados y gestión pública, que acentuó la ineficiencia de ambas partes y contribuyó de manera importante a consolidar el estancamiento económico del país y el empobrecimiento de la mayor parte de su población.
Desde estas constataciones mínimas, asumiendo este diagnóstico que no es novedoso pero respecto al cual ha faltado la voluntad política para remediarlo, puede elaborarse un plan de acción.
El plan no consiste en amputar al Estado, en nombre de la privatización, sino en utilizar mejor su potencial mediante su presencia activa en el proceso económico. Para ello es necesario utilizar su potencial en aquellos campos donde la insuficiencia de la iniciativa privada, es más notoria. ¿O acaso puede concluirse que el capital privado ha sido eficiente en el manejo de la banca? Y si el ejemplo es trasladable a varios campos, donde empresas cerradas o en quiebra inminente, son un testimonio elocuente que no todos los males son achacables a la gestión estatal.
Por último no debe olvidarse que el Estado no es un mero organismo económico cuya gestión pueda medirse exclusivamente en términos de eficacia y rentabilidad. Entre sus metas se encuentra nada menos que contribuir al logro de la democratización de la gestión económica, la justicia social, y la defensa a la soberanía. Objetivos que obviamente no integran la gestión privada capitalista, dirigida casi siempre a acrecentar la rentabilidad.
Desde esta óptica, asumiendo lo mucho que los uruguayos le debemos a nuestro Estado, verdadero creador de la nacionalidad, constatando su crisis pero refrenando los entusiasmos quirúrgicos en boga, se pueden adelantar caminos, rectificaciones y reformas que lo devuelven al lugar que no debió perder.
Yo creo que hay tres grandes principios que deben regir la reforma del Estado. Por un lado su democratización integral, que comienza con un sinceramiento electoral que permita que sean elegidos aquellos que las mayorías realmente escogieron, pero que no se detiene allí. Porque también supone la participación de los ciudadanos, empezando por sus trabajadores, en aquellos servicios que dispensa el Estado (desde los entes industriales y comerciales hasta las empresas puramente de servicios como puede ser el sistema jubilatorio). Y tampoco le es ajena la descentralización del Estado, reafirmando las autonomías territoriales, vigorizando por esa vía la acción comunal.
El segundo gran principio es el de la despolitización. Despolitización que solamente se apoya en la tecnificación, sino también en la participación directa de los ciudadanos en la gestión pública y en criterios objetivos, basados en las aptitudes para la elección y ascenso de los funcionaros estatales. En particular creando una carrera administrativa y una escuela de administración que habilite el ingreso de los más capaces, sin discriminaciones políticas de ningún tipo.
Por último, un principio de coordinación, que articule el gasto público con organizaciones privadas de gestión colectiva, apoyando en función de objetivos prefijados de interés público, la democratización de la economía. Asimismo, deberán revisarse los criterios hasta ahora mantenidos en cuanto al apoyo a la gestión privada de tipo capitalista, procurando que el apoyo a la misma tenga como contrapartida claros compromisos con los objetivos de desarrollo económico nacional. Para ello es asimismo indispensable la elaboración de planes económicos de carácter indicativo, que prevean metas y prioridades en función de los recursos disponibles.
En el curso de estos últimos años el concepto de modernización ha implicado siempre, imprescindiblemente, privatizar y, para nosotros, en un país como Uruguay, en sectores aún de relativa importancia de la estructura económica, privatizar es equivalente a extranjerizar. Por eso hemos creído imperativo examinar con parámetros distintos la necesidad de otorgar a la administración estatal la eficiencia de que hoy carece.
No se me oculta de que es más fácil señalar caminos que llevarlos a la práctica. No obstante, en este esfuerzo, que no es solamente de un partido o de varios, sino de la sociedad en su conjunto, se juega en gran medida el destino nacional. Asumir el desafío, sin estridencias pero con firmeza, es comenzar a solucionarlo. Solo así le cerraremos el paso a los nostálgicos del autoritarismo.