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Espejo de bajeza

Fátima Barrutta

Hace unos años, fue famosa una trampa que tendió un programa de la televisión argentina a un cirujano plástico de perfil mediático. Lo invitaron con su esposa para ser entrevistados amablemente en un programa en vivo. En el curso de ese diálogo cordial y descontraído, le dijeron que tenían una sorpresa para mostrarle. Así, ante miles de televidentes y en vivo, reprodujeron una cámara oculta que le habían hecho a él mismo, donde reclamaba favores sexuales a una mujer trans.

Cuando en Uruguay nos enteramos de esa feroz trampa, que expuso la intimidad de una persona de manera desgarradora con tal de obtener un punto más de rating, todos sentimos que esas cosas solo podían pasar en Argentina, porque nosotros éramos distintos.

La mediatización truculenta e indignante que ha tenido en los últimos días el arresto de un comunicador televisivo compatriota, nos hace pensar que ya no somos tan distintos…

Fue realmente vergonzosa la manera como se lo expuso públicamente, a través de las redes sociales, en lo peor de su crisis por causa de una adicción.

Los más repugnantes reflejos reaccionarios afloraron en buena parte de la población, que pareció disfrutar el espectáculo bochornoso de un hombre malogrado, como cualquiera de nosotros podemos dañarnos en cualquier momento de nuestra vida.

Increíblemente se lo defenestró por encontrarse alcoholizado, sin pensar siquiera en que una persona alcohólica no obra por maldad sino a partir de una dependencia adictiva, que debe ser tratada en lugar de condenada.

La peor parte en este lamentable suceso lo lleva el Ministerio del Interior aunque no es el objeto de este artículo, no debemos dejar de señalar que existío una violación al Debido Procedimiento.

Esta Secretaría de Estado ya sea por error, dolo u omisión violó uno de los Derechos Humanos que tiene el indagado, el Derecho a su intimidad. Y sobre los irresponsables agentes de policía que filtraron la filmación del procedimiento al comunicador sin su consentimiento y publicaron esas imágenes en las redes sociales no puede haber dos posiciones: ese delito de avasallamiento de la privacidad debe ser investigado y sus promotores, debidamente castigados.

 Y quienes se burlaron del imputado en las redes sociales, muchas veces desde cobardes nombres falsos, deberían entender que el día de mañana, un revés afectivo o cualquier tipo de circunstancia fortuita puede convertirlos a ellos también en víctimas de una situación similar.

 Hay que ser muy indigno para reírse del que sufre, del que necesita más un abrazo que lo ampare, que un dedo acusatorio.

Es la venganza del anónimo, que con ese escarnio quiere sentirse superior a la persona de la que se burla.

Se trata de un mecanismo atávico, que en otros tiempos hacía a la gente asistir a las ejecuciones o quemas de brujas como un espectáculo donde divertirse, y que hoy tiene en las redes sociales (y en la desesperación de los medios digitales por los clics) el espejo de nuestras ignorancias y nuestras bajezas.

Lo mismo puede decirse de una empresa de comunicación que cobra al grito y se deshace de un empleado que supo darle brillo durante varias décadas, solo por el pecado de haber caído en desgracia y de que algunos malintencionados hayan compartido y viralizado esos videos.

Todo esto es muy triste y no basta con excusarse en que el comunicador cometió una peligrosa imprudencia, conduciendo un auto en estado de ebriedad.

Esa conducta incorrecta debe condenarse en la justicia, y no en el apedreo público.

Parece que hubiéramos perdido nuestras más elementales pautas de convivencia democrática, convirtiéndonos en una horda sin alma que despedaza a las personas vulneradas, en lugar de socorrerlas.

La verdad es que da asco. Y miedo.

Nuestra solidaridad hacia Humberto de Vargas, como hacia todos aquellos que, renombrados o desconocidos, merecen que cuando caen, los ayudemos a ponerse de pie.

Nunca patearlos en el piso.

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