Historia

Sobre libertad, igualdad, democracia y otras yerbas

Jorge Nelson Chagas

Alexis de Tocqueville advirtió el conflicto entre libertad e igualdad. Pero no sólo eso. De una manera magistral intuyó que, por el deseo de los hombres de buscar la igualdad, en el futuro podría surgir una “tiranía igualitaria” que aplastaría las libertades. En cierta forma previó al “socialismo real”.  Tanto tiempo después, tras la caída del Muro de Berlín y la implosión de casi todos los países donde regía el “socialismo real”, el debate entre libertad e igualdad  sigue vigente. Muy vigente. El fenómeno de Milei en Argentina lo demuestra  cabalmente.

Ahora bien, hagamos una simple suposición. Definamos “igualdad” como la situación en que todos los miembros de una comunidad política tienen la misma riqueza, independientemente de sus talentos y virtudes, y de lo que hayan consumido, ahorrado y/o trabajado cada uno. Y definamos “libertad” como  la situación en que un gobierno le permite a cada uno hacer lo que se le  antoje y no grava con impuestos sobre el porcentaje de ingreso bruto de nadie.  Bueno… en este caso – es muy obvio – “igualdad” y “libertad”  van a ser acérrimas enemigas.

Pero el problema es que  las interpretaciones de “igualdad” y “libertad” resultan estériles. ¿Por qué? La razón es muy sencilla: son ideales políticos abstractos. No se ajustan a realidades concretas. Cuando se debate sobre ambos términos, no es porque los contendores – libertarios e igualitarias (¿socialistas?) – hablen un lenguaje diferente, sino que se siente atraídos por  interpretaciones diferentes e incompatibles de ambos ideales. 

Lo diré de otro modo más práctico: es un disparate sostener que todas las personas deben tener la misma cantidad de  riqueza independientemente de su esfuerzo, inteligencia, sacrificio, capacidad de ahorro y/o destrezas. Y es un disparate sostener que todas las personas deben gozar de una absoluta libertad para robar, matar, explotar a otros, discriminar y/o cualquier tipo de trapacerías en la sociedad.

La libertad no necesariamente debería estar en contradicción con la equidad, sino que esta última habría de ser condición sine qua non de toda libre elección. Es decir que, sin igualdad de oportunidades, la libertad jamás podrá ser general, sino privilegio de unos pocos. Una persona que por la rueda del destino nace en asentamiento no goza de la misma libertad que otra que ha nacido en Carrasco o Punta Gorda. No ingresan en el mercado a competir en igualdad de condiciones.

Es obvio que sería un error garrafal – y en este sentido los ejemplos históricos son contundentes – pensar que la solución está en una “igualación hacia abajo” que no premie a los más capacitados. La igualdad no puede ser sinónimo de uniformidad, de reducir a las personas a ser lo mismo, porque la igualdad significa garantizar que cualquiera tiene el mismo derecho a ser

Y sería otro error garrafal dejar funcionando un sistema que, si bien puede ser materialmente próspero,  sólo los privilegiados tienen acceso a los beneficios dejando excluida a una masa de personas. Cuando eso ha ocurrido durante un lapso más o menos prolongado sin que el sistema político brinde una solución, se siembra la semilla del populismo. La base social de los líderes populistas son los excluidos: pueden ser los “cabecitas negras” de Perón o  los pobres de las villas miserias de Hugo Chávez o los obreros blancos de Trump.

Y bien. Si aceptamos que lo ideal es la “igualdad de oportunidades”, la pregunta es: ¿cómo lograrla?

Una idea de tiempos batllistas

El 1 de marzo de 1931, asumió la Presidencia de la República, el doctor Gabriel Terra. Sus primeras medidas – contrariamente a lo que podría suponerse- fueron de avanzada (progresistas, para usar una terminología actual). Una de ellas era una recomendación a los responsables de las áreas del Estado de tomar personal “de color” (afrodescendientes, para usar una terminología actual).

Esta medida  provocó que un grupo de personas de la colectividad negra de esa época planeara hacerle un homenaje al presidente Terra. Sin embargo, en  las páginas de El Día, se publicó una nota de otro sector de esa comunidad argumentando que ese homenaje no correspondía. ¿Por qué?  Según afirmaron ya en vida de Batlle y Ordóñez había surgido esa iniciativa, por tanto no era una idea original de Terra sino que el mismo batllismo había analizado el problema entendiendo pertinente hallar una solución al mismo.

¿A qué viene esta anécdota histórica?  Como es sabido el batllismo siempre implementó medidas universalistas o sea que comprendieran a todos los habitantes de la República sin ninguna distinción. La igualdad ante la ley, sin otra diferencias que las capacidades. Sin embargo, a mediados de los ’20  al mismo batllismo le resultaba obvio que un sector de la población, pese a la ley, estaba imposibilitado de acceder a los empleos públicos al margen de que tuviera las capacidades requeridas.

Obsérvese que Terra no impuso coercitivamente el ingreso de afrodescendientes al Estado, sino que hizo una “recomendación”. En algunos casos esta recomendación fue aceptada y en otros no, pero no hubo penas de ningún tipo a quienes se negaron.  Como es fácil de comprender aquí está planteada la tensión entre la  libertad y la igualdad. A ningún responsable de algún sector del Estado se le obligó a hacer algo que contrariara sus convicciones personales – por más que estas implicaran racismo- pero, a su vez, aquellos que sí tuvieron en cuenta la recomendación abrieron las puertas a que personas afrodescendientes mejoraran su nivel de vida. (También esto trajo consecuencias para el mundo de la música popular, pero esa es otra historia)   

En el fondo de la cuestión está el eterno intríngulis al que se enfrentan los defensores del lema “la única igualdad es ante la ley” pero, que pese a esto, hay sectores de la sociedad que quedan marginados. (El caso de las mujeres es otro ejemplo muy claro)  

Y es aquí donde surge la pregunta: ¿qué se debe hacer?  Hay dos posiciones extremas: no hacer absolutamente nada, porque imponer por la fuerza la igualdad es antinatural y conduce a una tiranía, o bien aplicar la coerción del Estado para impedir la marginalidad de ciertos grupos humanos.  El historiador Orlando Figes en su obra “La Revolución Rusa (1891-1924)» relata, a manera de simbolismo, una anécdota histórica no comprobada: Lenin y sus lugartenientes habrían hecho una visita al laboratorio del científico  Iván Petróvich Pávlov, fundador de la escuela conductista, para saber si era posible aplicarla en humanos para modificar o bien controlar su comportamiento.   Uniformizar por medio de la ciencia la sociedad para lograr la igualdad absoluta. 

Los extremismos y los fundamentalismos de cualquier signo han demostrado ser nocivos para la humanidad. Tal vez debamos partir de la base de la imperfección del ser humano, de la imposibilidad de crear utopías – liberales o socialistas- en la tierra, de la necesidad de aceptación de nuestros límites.

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