Política nacional

Sanguinetti hizo del periodismo su trinchera de paz

Fátima Barrutta
Hay dos maneras de cambiar la realidad: por persuasión o por imposición.
A partir de la década del 60, algunos en este país eligieron la imposición por la fuerza.
Descreían de la democracia y querían hacer valer sus ideas usando como herramienta para lograrlo, fusiles y bombas.
Desde antes, exactamente desde 1953, Julio María Sanguinetti eligió la persuasión y, para provocarla, una herramienta bien distinta: la máquina de escribir.
En esa diferencia podría sintetizarse la historia reciente del país: de un lado los republicanos que confían en la institucionalidad, y del otro los mesiánicos que la aborrecen, ya sean guerrilleros de izquierda como dictadores de derecha.
El presidente Sanguinetti acaba de celebrar setenta años como periodista, a partir de aquella publicación canaria fundada por Luis Batlle Berres que lo tuvo como redactor, en una profesión que nunca abandonó y a la que, como él mismo lo declara, le dedicó más horas y esfuerzo que a la abogacía.
70 años de ejercer el periodismo es mucho tiempo: a través de su pluma, Sanguinetti fue testigo privilegiado y analista inteligente del Uruguay optimista de los 50, de la escalada violenta de los 60, de la dictadura de los 70 y de un renacer democrático que en los 80 lo tuvo como protagonista, tanto en la forja del heroico “No” al proyecto constitucional de la tiranía, como en la conducción de las negociaciones con los militares y en dos gobiernos que él mismo presidiera, entre el 85 y el 90, y del 95 al 2000.
Personalidad insoslayable para entender el Uruguay de los siglos XX y XXI, Sanguinetti es el artífice de un posbatllismo que dio a nuestro país su singularidad en el concierto de las naciones latinoamericanas y que explica mucho de lo que internacionalmente se nos reconoce y aplaude.
Seguir contando con su liderazgo y consejo es un privilegio no solo para los colorados, sino para todos los demócratas del país. Y especialmente para los jóvenes, que en nuestro partido se suman en oleadas que aseguran la continuidad de nuestras mejores tradiciones y el desafío generador de nuevas ideas y sueños.
Sobre todo, a ellos, debemos trasmitirles la solidez ideológica que tanto han intentado horadar intencionadamente otras tiendas políticas.
Desde mediados del siglo pasado, las corrientes marxistas han propagado una visión distorsionada del batllismo.
Primero lo equipararon a la despreciada “democracia burguesa”, cuyas “libertades formales” solían menoscabar, hasta el día en que se perdieron y muchos aprendieron de golpe a valorarlas. Luego, difundiendo la falsedad de que el Frente Amplio sería un heredero natural del batllismo, cuando nada hay más diferente a un pensamiento como el nuestro, republicano y liberal, en comparación con un marxismo que cercena libertades a cuenta de una igualdad que nunca promueve en los hechos.
Lamentablemente, hoy algunos de nuestros jóvenes han comprado la terminología en la que tanto ha insistido el Frente Amplio, autodefiniéndose como “progresista”.
En el país no ha habido nunca mayor progresismo que el batllista, al que es justo sumar las corrientes socialdemócratas de otros partidos.
No hay progreso sin libertad.
No hay progresismo posible de quien defiende el autoritarismo de Cuba y Venezuela o aplaude la penosa y fracasada demagogia kirchnerista en Argentina.
Quienes aprendimos de estas cosas al lado de Sanguinetti, tenemos ahora la inmensa responsabilidad de trasmitir a los más jóvenes estos valores, separando la retórica falsa de la verdad histórica.
Será el mejor homenaje que podamos hacer a quien dedicó setenta años de su vida a la lucha pacífica por la democracia y la libertad.

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