Viaje a la semilla colorada y batllista
Gustavo Toledo.
Como en el cuento de Alejo Carpentier, debemos viajar a la semilla. Dicho en términos sencillos: volver al vientre materno, que, para un partido político como el nuestro, significa reencontrarse con esa porción del pueblo que confió en nosotros y con los principios e ideas que le dieron alas. Precisamente, fue la alianza de los sectores medios y bajos —ese gauchaje orejano primero, ese proletariado criollo nutrido por el aluvión de inmigrantes que vino a “hacer la América” después— con un liderazgo político identificado con sus intereses y necesidades, abierto a nuevas ideas y con la mira puesta en el porvenir, la que nos ubicó en un lugar determinado del espectro político, del centro hacia la izquierda, y la que parió un partido avanzado, con propuestas de avanzada, que sirvió de escudo para ellos y sus hijos, acercándoles escaleras de progreso y oportunidades de realización personal y colectiva.
Volver a ese pasado no es un ejercicio de onanismo intelectual ni una deriva nostálgica de una mañana de domingo, sino una necesidad vital. Pues un partido no es fruto del capricho de un individuo o de una camarilla de iluminados, sino la acumulación de aportes de sucesivas generaciones de hombres y mujeres que tejieron, desde arriba y desde abajo, la urdimbre de una identidad que muchos desconocen o prefieren desconocer. Esto es: un deber ser, no un vamos viendo, y mucho menos —por cierto— un mimeticémonos con otros, porque es más fácil y conveniente.
Cuando el actual secretario general del Partido declara al diario El País, rodeado de “Batlles” que miran avergonzados hacia el costado, que es preciso potenciar la marca “Coalición Republicana” de cara al futuro —pues, a su juicio, ese es el modo de enfrentar a un FA que gana por el “modo hincha”—, no sólo se anticipa a fijar posición en un debate de fondo que aún no está saldado y que, indefectiblemente, debe darse de cara a las bases coloradas —en las que, como es sabido, no hay consenso—, sino que además sugiere dos ideas inquietantes: una, que no es su prioridad el cultivo de nuestra propia marca; y la otra, que apunta a que nos “barrabravicemos”. Dicho de otro modo: que cultivemos semillas prestadas. Por desgracia, como también es sabido, no está solo en ese empeño.
Parado en la vereda opuesta, me sumo al politólogo Noam Lupu, para quien un partido histórico muere precisamente cuando diluye su marca, es decir, cuando abandona sus posiciones históricas y converge con otros partidos en la defensa de posiciones ajenas a las suyas. (Usted, amable lector o lectora, tómese el trabajo de unir los puntos y verá que, al final del recorrido que nos proponen como único posible, aparece una palabra no dicha, pero omnipresente: fusión).
Para recuerdo de todos —o para información de quienes no tienen idea de dónde están parados—, el Partido Colorado fue grande (y útil, si prefieren plantearlo en esos términos) cuando Rivera simbolizó la patria posible, el Gobierno de la Defensa los valores de la libertad, el batllismo encarnó la justicia social y la democracia popular, y quienes vinieron luego construyeron el cambio en paz y nos salvaron, de los pelos, de sucumbir en el abismo de una crisis sin precedentes. Valores que nos remiten a la ética de la responsabilidad —sí, como les gusta citar a los weberianos de ocasión—, pero también a la ética de las convicciones, que el autor alemán presentó como tensiones complementarias y no como extremos irreconciliables. Dicho en una palabra que las enlaza y que nos es cada vez más esquiva: política.
Recuperar la razón de ser, insisto, es la clave para la supervivencia de un partido con conflictos existenciales como el nuestro, en el que algunos preferirían verlo anexado a otro —quizás por intereses que no pasan de ser personales, o son los de ciertos grupos de presión, o por reflejos reaccionarios, o por la suma de todos ellos—, y cuyos resultados se traducen en una situación de postración y dependencia que no condice con nuestra larga y luminosa foja de servicio a la república.
Tengo claro que, si la dirigencia colorada quisiera repotenciar nuestra marca, debería mirar al pasado para reencontrarse con el futuro y, en consecuencia, asumir la tarea docente de formar nuevos colorados y batllistas, acercar a jóvenes que se abren a la política y dar espacio a aquellos veteranos dispuestos a brindar su penúltimo esfuerzo en procura de un partido que les dé voz y voto, y que sea, por tanto, el vehículo de los cambios que reclaman y necesitan. Lo que digo, pues, es que nos urge rearticular una propuesta de país, colorada y batllista, que incluya a los de abajo, en el marco de un mundo que, lejos de parecer el paraíso prometido, se asemeja a una distopía orwelliana y que requiere, más que nunca, partidos sólidos, serios y propositivos. Pues la batalla que se avecina no es la de la Guerra Fría, sino la del fascismo (travestido de libertarismo o de nacionalismo populista) versus el antifascismo. Y es preciso tener claro de qué lado debemos estar, como lo tuvimos en el pasado cuando nos paramos en la vereda opuesta a la del rosismo, el peronismo y el fascismo, y, por ende, a la de sus sacristanes locales.
Por eso, si las señales que esperamos no vienen de arriba, y las que recibimos van en sentido opuesto a nuestras expectativas y deseos, tenemos el deber de buscarlas abajo: en ese batllismo disperso y despreciado, tantas veces invocado en vano y usado en contra de sí mismo, que deberá construir el instrumento necesario para recuperar al partido y ponerlo nuevamente del lado de los más débiles y al servicio de la república feliz y justiciera que supimos ser, y así hacer que la semilla colorada y batllista vuelva a germinar.