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Argentina: un país sin batllismo

Fátima Barrutta

Debo confesar que cuando vi a Javier Milei en sus primeras apariciones televisivas, le tuve simpatía.

Me pareció valioso que en un país donde en lugar de debatir con ideas, se pelea con consignas huecas, apareciera un experto que fuera capaz de traducir en lenguaje sencillo conceptos clave de la teoría económica.

A medida que el personaje se fue comiendo a la persona, Milei empezó a sazonar esos interesantes y polémicos argumentos, con una sarta de insultos procaces, que son exactamente la contracara de lo que se espera del pensamiento liberal. Porque si algo define la personalidad de un liberal es la tolerancia con las ideas del prójimo y el afán de defender las suyas con una firmeza no exenta de respeto.

Cada vez que Milei grita “zurdos de mierda” y somete a su ocasional antagonista a un violento acoso verborrágico, traiciona en los hechos la filosofía que dice defender.

En un país como Argentina, de convicciones democráticas fluctuantes, con un récord de dictaduras a lo largo del siglo XX, no es raro que genere adhesión un discurso que degrada y anula al adversario.

Tristemente, en sus períodos de vigencia democrática, el país hermano se ha debatido políticamente entre dos extremos igualmente cuestionables: el del populismo peronista, con su demagógico culto a la personalidad, y el de una concepción ultraliberal en lo económico, con raíces en la prédica de Álvaro Alsogaray, que encarnó Menem con su ministro Cavallo y hoy retoma Javier Milei. Poco ha habido en el medio: acaso los fallidos gobiernos de Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa procuraron un camino socialdemócrata, fracasados en el primero por una pésima resolución del problema militar y en el segundo por una crisis económica que arrasó con todo.

Desde que el kirchnerismo alcanza el poder, vuelve en forma desaforada la economía de ficción, la política de las soluciones mágicas, que funcionan mientras el precio internacional de la soja es competitivo y se derrumban cuando la fiesta del despilfarro llega a su fin.

Por eso resulta razonable que Javier Milei haya desempolvado los libros de Hayek y von Mises y predicado entre los jóvenes, hartos del colectivismo peronista, el valor del trabajo y la competitividad. Solo que no tardó en pasarse de la raya, envalentonado por esa predilección de vastos sectores ciudadanos argentinos por las opciones antisistema, que tanto daño hacen a la salud democrática de los países.

En campaña electoral, empezó a denostar lo que define como “la casta política” y a hacer apelaciones de corte fascista, con esa oposición entre leones y corderos.

Ahí es cuando, desde esta orilla liberal y republicana, no podemos dejar de decirnos: ¡cuánta falta haría el batllismo en el querido país hermano! Cuán necesario sería que hubiera habido allí, desde el siglo pasado, un sistema de ideas que integrara el liberalismo político con una economía solidarista, donde el Estado no operara como un concentrador de poder sino como un instrumento para equilibrar inequidades, sin mengua del estímulo a la iniciativa privada y la innovación.

El batllismo es la síntesis de esa concepción. Nada tiene que ver con los colectivismos de raíz marxista, que emparejan hacia abajo y fortalecen una clase gobernante, a expensas del hambre y la falta de libertad de las mayorías. Nada tiene que ver tampoco con el liberalismo extremista del sálvese quien pueda, el de tantos estados que conocemos donde no existen estructuras protectoras de los más vulnerables.

Que Milei haya venido a Uruguay a predicar contra nuestra “casta política” es una falta de respeto que revela profunda soberbia y torpe desconocimiento del sistema político uruguayo, muy diferente al argentino.

Desconoce el economista que en este país las políticas de Estado trascienden a los partidos que gobiernan.

Que la conducción de Astori mantuvo la orientación macroeconómica diseñada por Alfie y Atchugarry.

Que el cambio educativo del presente mantendrá y continuará la positiva obra frenteamplista del Plan Ceibal.

Acá podremos discrepar y enfrentarnos con dureza, pero gozamos de una democracia madura, respetuosa de las reglas del juego y leal a un sistema de garantías constitucionales.

Varela primero y Batlle y Ordóñez después, nos heredaron una nación educada, con una cultura cívica que nos distingue de las frivolidades de otras sociedades.

Como una vez le dijimos No a la dictadura, seguiremos rechazando los populismos vacíos y los exabruptos insolidarios.

Nuestro ADN batllista nos protege por igual de los totalitarios de izquierda como de los outsiders antisistema.

No escribo esto para que nos vanagloriemos con la estrechez de un orgullo nacionalista.

Lo escribo en cambio para que sepamos mantenernos vigilantes contra los extremismos que, siendo vergonzosamente taquilleros en otros lares, no deberían ser de recibo en nuestra tierra de libertad.

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