«Chile como metáfora…»
Julio María Sanguinetti
Hasta hace pocos años, Chile era el modelo en cualquier seminario o mesa redonda de ciencia política. Luego del gobierno de Pinochet, durísima dictadura que dejó –sin embargo– una economía vigorosa, los gobiernos de la llamada Concertación respondieron con éxito al desafío.
Fueron cuatro gobiernos ejemplares, presididos por dos democristianos (Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle) y dos socialistas (Ricardo Lagos y Michelle Bachelet), pero ya la inquietud empezaba. Una nueva generación irrumpía, la dictadura se había alejado, se encontraban con una institucionalidad ya consolidada y el punto de partida quedaba lejos.
Comenzaba algo parecido a lo de España, luego de la transición (Adolfo Suárez y Calvo Sotelo) y los catorce años estelares de Felipe González. Iba creciendo un malestar, alimentado por el avance de la sociedad de consumo, que satisfacía unas necesidades y a la vez iba generando otras, mientras la persistencia de la desigualdad social se hacía más ostensible con el crecimiento económico. También una nueva generación, distante de los sacrificios de la anterior para conducir a España a un presente inédito en su historia, exigía la perfección y cargaba a quienes habían modernizado a España por no haber llegado al nirvana.
Por cierto Chile no es España, pero este aburrimiento español, esta malaise como dicen los franceses, también nació detrás de los Andes cuando el país crecía más que nunca. Es verdad que las protestas comenzaron –allá por 2006– entre estudiantes reclamando por un sistema educacional muy poco solidario. Eso es verdad. También lo es que hubo respuestas favorables, pero ello no alcanzó y 2011 vivió una revuelta a la francesa, con estrellas como una joven comunista que parecía ser la Marianne del célebre cuadro de Delacroix, La libertad guiando al pueblo, emblema de la “liberté, égalité et fraternité”. Más tarde, no bien llegado al poder el presidente, luego de una elección limpia, vinieron las revueltas de 2019, más graves, más violentas. No ha faltado ni la reacción de los llamados “pueblos originarios”. A la crisis política se le respondió con una Asamblea Constituyente, cuya elección mostró un giro a la izquierda y una gran debilidad de los partidos. Luego viene una cierta reacción en las municipales hasta que esta elección nacional deja desnudos a socialistas, democristianos y aun a conservadores liberales.
He ahí la cuestión, dijera el príncipe Hamlet. Estos estados de ánimo han debilitado a los partidos que canalizaban las grandes tendencias de la opinión y le daban anclaje a la institucionalidad. Ahora Chile tiene que elegir entre dos candidatos instalados en las dos puntas del espectro político y que inevitablemente tendrán que gobernar en minoría, porque el Parlamento (por lo menos una de las cámaras) ahora es un reflejo de esa dispersión política.
El Chile del éxito se transforma en una metáfora del descontento. Metáfora de una política en crisis en toda nuestra América, en que las excepciones son muy pocas.
Por supuesto, la violencia juega un rol. Ya no son las viejas guerrillas que alimentaba la Guerra Fría. Son protestas como la de Chile o situaciones de auge delictivo como vivió Brasil, que catapultó al poder al presidente Bolsonaro. Y ni hablar de las invasoras redes sociales, cuyo impacto es una granada de fragmentación de consecuencias aún imprevisibles sobre el sistema de representación política.
En Perú, Pedro Castillo es otro fruto de la dispersión política. Obtuvo 19% en la primera vuelta y hoy gobierna zigzagueando desde la extrema izquierda hasta un difuso centro. Colombia, que parecía haber consolidado su ansiada paz y sostenerse en una economía estable, se hunde también en un clima de protestas.
Así entran a jugar otros factores. Carlos Pagni, en reciente artículo, recordaba con razón la incidencia del auge de los precios internacionales de las materias primas en el lapso entre 2003 y 2014, en que se pone punto final al crecimiento generalizado.
Se van añadiendo luego, según los países, variables autónomas. Por ejemplo, no puede ignorarse que el fenómeno de la corrupción política ha puesto a la Justicia en el centro del sistema, judicializando la política y politizándose ella misma de modo inevitable. El caso brasileño es emblemático y la Argentina no queda atrás. Venezuela es el paradigma: Chávez no fue el que derrumbó a los dos grandes partidos históricos; a la inversa, fue el resultado de su caída.
La pandemia también ha puesto todo el sistema en tensión, con muy variadas consecuencias. En la Argentina, le ha pasado factura al Gobierno por sus confinamientos estériles y su mala campaña de vacunación. No ha sido, sin embargo, el caso chileno, en el que este tema no fue importante en la elección. En términos generales, es inocultable que la pandemia ha generado temor, inicialmente en la salud, y ahora, en la salida, dejando al desnudo lo que ya venía dándose: un profundo cambio en el empleo. La caída económica obligó a las empresas a mejorar su competitividad, el teletrabajo se impuso, ahora no quiere retroceder y la nueva economía digital experimentó un salto tan repentino que aceleró las tendencias preexistentes. Hoy la mayoría siente que se le mueve el piso. Su futuro laboral está entre nubarrones.
Digamos, por último, que este desasosiego ha estimulado tendencias extremas. Ha pasado en Europa y ocurre entre nosotros. La elección argentina, por ejemplo, mostró la inesperada presencia, en la culta Buenos Aires, de un agitador antisistema dedicado a apostrofar a la política. Y ahora un comando encapuchado ataca con bombas Molotov a un gran diario como Clarín, una vez más víctima de los intolerantes. No hay que subestimar a estos grupúsculos. Desatan rencores escondidos, prejuicios larvados, y terminan entronizando a los monopolistas de la indignación o a los salvadores del orden.
Más que nunca, entonces, cuidemos de la política. No asegura la prosperidad, pero, cuando se degrada, nos arrastra sin piedad al infierno.