Política nacional

El fin de la doble moral

Fátima Barrutta

Como si viviera una pesadilla, el sistema político uruguayo está convulsionado por el escándalo que tiene como protagonista al senador Gustavo Penadés.

Mucho ha cambiado la percepción pública desde que esta noticia impactó en marzo pasado.

Primero se tomó como un infundio de una militante nacionalista que se declaraba ofendida por el hecho de que el senador no la respaldara, en ocasión de un agresivo y desubicado comportamiento de ella en un acto político.

A esa altura, muchos dirigentes -empezando por el Presidente de la República y el Ministro del Interior- no dudaron en expresarle su solidaridad ante lo que parecía un plan premeditado para someterlo injustamente al escarnio público.

Pero los días pasaron y se generó un efecto acumulativo de denuncias contra el legislador que, si bien no deben en ningún caso lesionar la presunción de inocencia como derecho jurídico, es imposible que no sean tenidas en cuenta, por su gravedad inusitada.

Hay una triste comprobación que vuelve a hacerse en un caso como este: la perversión basada en abuso sexual infantil y adolescente no es una característica de personas marginadas o incapacitadas cultural o intelectualmente. En toda la escala social y sociocultural, existen quienes transgreden los límites éticos y legales, siendo inevitablemente conscientes de lo reprobable de sus comportamientos, pero escudándose en un espacio de poder que creen que los blinda de cualquier control.

Algo de eso vimos en la Operación Océano y ahora volvemos a asomarnos a esa triste, repugnante doble moral de virtuosismo público y envilecimiento íntimo.

Habla bien de la institucionalidad uruguaya que el tema se esté procesando de la forma debida: en manos de una justicia independiente y con el más amplio espíritu de protección para con las víctimas. A nivel político, también se está laudando con la seriedad y celeridad que los hechos imponen.

Tal vez me preocupe un coletazo no deseado, que tiene que ver con el amarillismo periodístico de quienes difunden detalles escabrosos de los casos de abuso, olvidando tal vez que con ello pueden revictimizar a los adolescentes que vivieron ese infierno.

Pero más allá de eso, hay un partido de gobierno que ha asumido la gravedad del problema y un sistema judicial que llegará hasta el hueso.

No es momento de convertir estos penosos sucesos en un circo de excitación morbosa, ni tampoco en un linchamiento moral previo al dictamen de la justicia.

Solamente podemos sentirnos dolidos, abrumados por la duplicidad de conducta de quien estimábamos como dirigente político serio y responsable. Y al sentirlo así, reflexionar en cuánto trabajo tenemos por delante para promover una sociedad sin abusadores ni abusados, donde los niños, niñas y adolescentes crezcan respetados en su dignidad y estimulados para ingresar en la vida adulta como personas plenas, capaces de avanzar en la búsqueda de su felicidad personal y su aporte al bien colectivo.

Es un deber de las familias, del sistema educativo y de salud, y también del Estado.

Un Estado presente en la protección de quien más lo necesite. Un Estado constructor de políticas públicas humanistas que promuevan siempre la dignidad del individuo, con especial énfasis en aquellos que nacen en contextos desfavorecidos.

No es una utopía. Es la realidad que debemos alcanzar con el esfuerzo de todos.

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