Editorial

Es hora de un cambio

César García Acosta

Cuando un jerarca pasa a ser parte de un problema, en vez de una solución, tiene que cesar en su cargo. Llegar a una oficina de representación política no debe darse por los años de trayectoria administrativa, sino por el temple para comandar los intereses de quienes te votan. Y cuando nadie te vota no hay tener que rendirle cuentas. La Fiscalía de Corte en el correr de los años se ha transformado más en un centro de poder independiente que una garantía para el sistema acusatorio, el que es apenas una parte de lo que conocemos como el sistema judicial. La ley y el orden parecen brillar por su ausencia en la oficina del Fiscal de Corte.

Es evidente que las rencillas internas sucedidas en los históricos pasillos judiciales, como ahora también ocurre en las fiscalías, es lo mismo que pasa en el resto de las oficinas públicas. En todos lados hay conflictos humanos que muchas veces poco tienen que ver con las causas que en esos lugares se ventilan. En ese collage de realidades diversas, las cosas que suceden se suman a una identidad casi `kaffkiana´ de un sistema que no siempre imparte justicia, y mucho menos transparencia.

Puertas adentro de los juzgados se han conocido historias de fiscales que por `perder un pendrive´, donde tenían archivada la copia de una acusación que podría servir para procesar a un político de alto rango, como por arte de magia y al filo de la hora de término para la acusación penal –sobre las cinco de las tarde-, se extravío ese pequeño aparatito alcanzado eso para dejar libre a los encausados de `guantes blanco´, sin más pena que un susto. También hubo juezas que haciendo uso de su discrecionalidad, llegaron a guardar en el Banco República, a su nombre, en una caja de ahorro, importantes sumas de dinero secuestrado al narcotráfico, el que se usó como propio por una magistrada a sabiendas que el delincuente, dueño de ese dinero mal habido, estaba en la cárcel preso por una sanción impuesta por esa misma jueza.

En la historia que por estos días se ventila, y que tiene a la ideología de género subyacente en el debate, una fiscal para pedir el celular de un periodista que había divulgado un audio comprometedor del delito, decretó un allanamiento a un medio de comunicación. Si esta fiscal hubiese sido en realidad una policía, quizá habría usado su arma para pedir lo mismo, un teléfono, y habría incurrido, sin duda para nadie, en el delito de abuso de funciones. De haber sido su rango policial, insisto con el ejemplo, la fiscal habría sido imputada y su cargo estaría en suspenso. Pero siendo el fiscal un funcionario público, y su rol ser el de acusador en nombre del Estado (alguien con mucho poder), darle, además, reservas de trámite a lo que protagonice en esta causa, con el solo fin de no tener que explicar sus fundamentos ni revelar de que se trata todo este aquelarre, deja al descubierto que lo que se busca no es intimidar a la prensa, sino desenmascarar a uno de los abogados defensores que con sus estrategias puso como en jaque a la causa. En lo personal me preocupa más que un defensor inescrupuloso, un fiscal financiado por el Estado para tener patente de corso.

Por eso es que sobre estas intrigas, e incluso por el perfil del fondo de la causa, no entraremos en opinión en esta columna, porque nuestro enfoque resultaría diametralmente opuesto al sostenido por el abogado defensor, y podría empañar la idea que pretendo sostener, que no es otra que el avasallamiento de los derechos personales por quien ejerce una función pública.

Finalmente, y sin ambages, cabe agregar apenas un apunte adicional sobre esta causa: la justicia imputó a tres hombres por el delito de abuso sexual especialmente agravado, en el caso de la denuncia de violación en un apartamento del barrio Cordón, presentada por una mujer de 30 años, el domingo 23 de enero, quien por su sola voluntad fue a esa finca en la madrugada señalada en acuerdo con alguno de los acusados. Además la justicia le tipificó a uno de ellos un delito de difusión de imágenes con contenido pornográfico, sin autorización de la víctima, fijando para los tres imputados prisión preventiva por 180 días, mientras prosigue la investigación rumbo al juicio.

Si en Uruguay además de un juez y un fiscal, hubiese un jurado, ambos funcionarios trabajarían no sólo para convencerse ellos, sino para convencer de modo fehaciente con argumentos y con pruebas, a un jurado pluripersonal, a quien alcanzaría apenas la duda de uno solo de sus componentes, para que no hubiese fallo, y con ello, que el acusado, culpable o no, quedara en libertad y hasta impune.

Pero en Uruguay más allá del avance de los juicios orales y públicos, siguen preexistiendo mecanismos de ocultamiento, de reserva de los procesos, que lesionan la debida transparencia de los juicios. Esto pone en tela de juicio todo lo que se hace y mucho más de lo que no se hace, porque al poner un manto de limitaciones a lo que sucede puertas adentro, el valor del trascendido cobra un espacio mayor en la consideración pública, y el interés ya no es defender la `duda razonable´ como factor determinante para salvar a un imputado, sino simplemente hacer silencio.

Por cierto que este caso tiene mucho de repudiable. Sus actores, todos, claramente han demostrado falta de ética y una cultura tergiversada, todo lo cual desde ahora habrá que mirarlo extramuros por orden del juez.

Además de estos hechos están ocurriendo otras cosas en torno a este caso: mientras la fiscal Silvia Lovesio, dijo que había solicitado la reserva de la investigación, agregando, sin probarlo, que tenía un cúmulo de evidencia que alcanzaría para configurar la semiplena prueba en favor de la violación. Explicó que pidió la prisión preventiva porque era algo previsto en la Ley de Urgente Consideración, la que además ubica a este tipo de delito en inexcarcelable. La fiscal argumentó que la prisión fue resuelta además porque existe el riesgo de entorpecimiento de la investigación.

En paralelo continúa la investigación por la divulgación de material íntimo de la mujer sin su consentimiento. Esta indagatoria está a cargo de la Fiscalía Penal de Montevideo de Delitos Sexuales, Violencia Doméstica y Violencia Basada en Género por iniciativa, precisamente, del Fiscal de Corte. Su objetivo fue investigar la filtración de información reservada por parte de aquellas personas obligadas a guardar reserva.

Y precisamente sobre este detalle es donde pretendo fijar posición: es un desastre la actitud del Fiscal de Corte. Nadie duda de que Gómez es un abogado preparado para ser un fiscal, pero no un administrador político ejerciendo un cargo de confianza del Gobierno. Su actitud no se enaltece por tener 30 años como fiscal, o por haber ingresado a ese cuerpo como administrativo. Su virtud debe ser anticiparse como representante del Estado en la organización de su oficina, la que lejos de eso se la observa sin un norte funcional definido, donde cada fiscal es un ente autónomo que confunde independencia técnica con insubordinación.

Es buena la hora para que ese cargo lo ocupe alguien que represente a los votantes de coalición que ganó las elecciones. Quizá sea la hora del ex fiscal y actual diputado Gustavo Zubía. Y convengamos que para valorar qué haría cada uno en los zapatos del otro, sepamos que Zubía estuvo enfrentado a Juan Gómez en el gremio de los fiscales, al igual que se opuso a su antecesor, de quien Gómez fue su mentor, el fiscal Jorge Díaz, por las críticas sobre una reforma penal todavía inconclusa.

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