La inquietante levedad de la democracia
Fátima Barrutta
Como se recordará, octubre de 2019 fue un mes de inflexión en la vida política chilena: una serie de protestas violentas, que incluyeron atentados contra estaciones de trenes con material explosivo, hicieron tambalear al gobierno constitucional de Sebastián Piñera.
Los hechos causaron conmoción internacional, porque Chile se caracterizaba por ser uno de los países con mejor performance macroeconómica de la región.
Lo que empezó como una protesta por el aumento de tarifas en el transporte público, se convirtió en un cuestionamiento generalizado a la gestión de gobierno, en una nación en la que liberales y socialistas han rotado en el poder, manteniendo mayormente los lineamientos de política económica que se aplicaron en los ya lejanos tiempos de la dictadura de Augusto Pinochet. Claras desigualdades sociales, a contrapelo de la expansión económica, parecen haber sido los vientos que trajeron las recientes tempestades.
En aquel momento, recuerdo que decíamos con razón que lo que faltó a Chile fue justamente batllismo, una ideología que conjugara el pragmático respeto a las leyes del mercado, con una mayor sensibilidad social, focalizada en la protección solidaria a los más débiles.
Pero la salida negociada de aquella crisis condujo a los hermanos chilenos a algo que pareció un callejón sin salida. Porque en ese momento, el presidente Piñera propició el llamado a elecciones para integrar una constituyente que modificara la carta magna del país y el resultado de esa convocatoria dio un peso inesperado, desmedido, a las corrientes más radicales de la izquierda.
Este proceso se agudizó al verificarse el triunfo del candidato izquierdista Gabriel Boric, un resultado esperado ya que su contrincante proclamaba consignas de extrema derecha harto discutibles. Boric ganó con un discurso justificador de las revueltas violentas de 2019 y aún hoy emite opiniones, más que cuestionables, de tolerancia a dictaduras como la cubana, venelozana y nicaragüense.
Pero también es cierto que ha moderado su discurso de barricada y, en el ejercicio del poder, trata de contener las embestidas radicales de los partidos que lo llevaron al gobierno, lo cual le abre ahora inesperados frentes internos y explica por qué a muy poco de asumir, tiene menguados índices de aprobación a su gestión.
Fue una “luna de miel” mucho más corta que la del otro líder joven de éxito fulgurante de la región, nuestro presidente Luis Lacalle Pou, quien aún hoy conserva una base muy ancha de aceptación popular.
De ser un ejemplo para América Latina por sus índices de crecimiento y, como tal, tener asegurada la captación de inversiones por su estabilidad política y económica, Chile pasó de golpe al purgatorio: hoy los mercados internacionales ven con preocupación el curso de los acontecimientos, más cuando se toma conciencia de los resultados de la constituyente. Hemos visto con increíble preocupación a una integrante de esa asamblea cuestionar a otra, que se inquietaba por la inseguridad pública, diciendo que había que respetar “los derechos humanos de los delincuentes a obrar contra la ley” (sic).
Y esta semana, ese colorado ejemplar que es el doctor Leonardo Guzmán ha publicado una columna en El País donde cita, escandalizado, algunas de las disposiciones aprobadas en esa constituyente chilena, que establecen la autonomía integral de los pueblos indígenas, llegando al punto verdaderamente insólito de abrir la chance a que se autonomicen algunos que todavía no se hayan autodefinido como tales.
Son medidas que atomizan a la nación, exacerbando sectarismos que atentarían contra la institucionalidad democrática. Parecen inspiradas en un buenismo inclusivista que, más allá de sus positivas intenciones, desconoce el funcionamiento de un estado de derecho que garantiza de por sí el respeto a la diversidad étnica y cultural, sin necesidad de dinamitarlo en pequeñas naciones autogestionadas.
Es de presumir que un proyecto tan disparatado no será aprobado en el momento en que se plebiscite, pero reparar en ello vale como advertencia, incluso para nosotros.
¿Será tan débil y vulnerable nuestro tejido democrático, que pueda llegar a derrumbarse por mayorías radicales circunstanciales?
¿Podrá ocurrirnos a nosotros algo semejante, con un gran partido opositor que ha menguado su perfil ideológico y se ha enganchado como furgón de cola del corporativismo sindical, llegando al extremo de adherir alegremente al dogma perimido de la lucha de clases?
Son reflexiones que estamos obligados a hacernos y que, más que nadie, deben encararlas quienes ahora tienen la responsabilidad de una reforma educativa.
Todo puede salir mal, como puede salir en Chile, si no formamos a nuestros niños y jóvenes en el apego a la democracia y el respeto a las libertades individuales en el marco de una institucionalidad republicana.
Bien se dice: “cuando mires arder las barbas de tu vecino, pon las tuyas en remojo”.