La sombra del narcotráfico
Fátima Barrutta
El 9 de agosto fue asesinado en Ecuador Fernando Villavicencio, uno de los candidatos a la presidencia que más había crecido en intención de voto y que se encaminaba a colocarse en el balotaje. Una banda mafiosa justificó explícitamente el abominable crimen, porque Villavicencio había prometido extraditar a Estados Unidos a los narcotraficantes que corrompieron brutalmente la política de su país.
El discurso anticorrupción de este valiente ciudadano se inició en tiempos de juventud, cuando asumió responsabilidades de representación sindical en Petroecuador, y se intensificó a lo largo de una vasta carrera de periodista de investigación. En lo que atañe a nuestro país, fue Villavicencio quien denunció la trama delictiva entre la empresa Trafigura y ANCAP, en la que tuvo vergonzante participación el entonces presidente del ente Raúl Sendic, junto al exmandatario de Ecuador Rafael Correa.
La ciudadanía del país hermano, harta de la corrupción del llamado “correísmo”, expresó una creciente simpatía por la cruzada moralizadora de Villavicencio, quien había sido amenazado de muerte, pero no se amedrentaba por ello.
Su caso evoca al de Luis Carlos Galán, un abogado colombiano que en 1989 perfilaba como el candidato más votado de su país y hacía una idéntica promesa de combatir el narcotráfico con la determinación debida. Pero una conspiración entre el cártel de Medellín (el que dirigía el nefasto Pablo Escobar) y un político liberal corrupto, Alberto Santofimio, derivó en un atentado donde Galán perdió la vida.
La realidad del narcotráfico en nuestro continente es una amenaza siempre creciente y nos equivocamos si creemos que Uruguay está a salvo de esta tragedia. Es cierto que nuestro sistema democrático, fundado en partidos políticos sólidos y estables, puede poner cierto freno a los desbordes violentistas que acechan a países vecinos donde la adhesión republicana es menos marcada. Sin embargo, alcanza con leer las noticias de cada día para comprender hasta qué punto la realidad local -no solo montevideana- se está distorsionando por un narcotráfico que aumenta en tamaño y poder destructor.
Es esta plaga la que explica que no haya sido fácil para la Coalición Republicana abatir la cantidad de homicidios, como sí se han logrado mejorar otros índices de seguridad pública. Prácticamente la mitad de los crímenes que se producen en el país tiene su origen en los “ajustes de cuentas”, que en otras épocas se denominaban así para minimizar su gravedad pero que esta debe reconocerse en toda su magnitud. Porque cuando se habla de ajuste de cuentas, no hay que pensar en que las víctimas son solo criminales que viven de matar. Hay que pensar en muchos jóvenes que, en los barrios más vulnerables, ingresan al círculo delicuencial casi naturalmente, como un atajo para mejorar económicamente o ante la falta de estímulos educativos y laborales de un Estado que aún no logra remediar eficazmente esas carencias. Hay que pensar también en chiquilines que caen en el veneno de la pasta base y terminan asesinados por deudas a los narcos. Es una realidad social que quienes recorremos los barrios estamos viendo cada vez más, de manera acorde a unas organizaciones criminales cada vez más poderosas económicamente y mejor armadas. ¿O alguien cree que la fuga de Morabito durante la administración del FA se debió a un simple descuido y no a una compra de voluntades para desconectar cámaras de seguridad y saltear controles?
La operativa del narco en América Latina parece tener pautas comunes en los distintos países: compran a los que se dejan corromper y a los incorruptibles, los matan. Con ello, de paso, dan una señal intimidatoria para los políticos sobrevivientes.
A partir de 2020, nuestro gobierno ha dado pasos positivos en la requisa de droga y cierre de bocas de pasta base, en proporciones absolutamente superiores a los gobiernos pasados.
Sin embargo, el mal manejo del caso Marset debe encendernos luces amarillas.
Estamos enfrentando a un enemigo despiadado, cuyo negocio es quemar el cerebro de nuestros jóvenes con sustancias destructivas, y al mismo tiempo usar al país como vía de salida de drogas a Europa. Es un enemigo que no repara en medios para imponer su actividad criminal y que constituye un desafío principal para el mantenimiento de la seguridad pública.
Cuando después de una reunión con George Soros, el expresidente Mujica anunció su intención de liberalizar la venta de marihuana, lo justificó por el lado de que era una forma de combatir al narcotráfico. Pasaron unos cuantos años, la marihuana hoy se compra en farmacias, pero la realidad del narco es infinitamente más dañina que antes.
En esto también nos mintieron. Y tanto, que ha trascendido recientemente que nuestro país es uno de los que tiene mayor consumo per cápita de cocaína a nivel internacional.
A nosotros, los republicanos, socialdemócratas y liberales que integramos la Coalición, nos corresponden poner razón y corazón en blindar al país de esta influencia nefasta.
Queda mucho por hacer y tenemos la obligación moral de trabajar en ello, hasta las últimas consecuencias.