Política nacional

Otra visión sobre la ley de talles

Fátima Barrutta

Durante la última semana, un proyecto de ley de talles salido de una comisión parlamentaria motivó muy fuertes críticas a través de la prensa.

Contra el se despacharon el exministro de Economía y exsenador Ignacio de Posadas, y el economista y director del CED Hernán Bonilla, ambos en El País. También lo cuestionaron Guillermo Sicardi en su columna habitual de Búsqueda y Juan Manuel Patiño en contraviento.uy.

Hay que empezar por admitir que muchas de las críticas son pertinentes, y así lo han hecho saber las cámaras empresariales, que solicitaron a la comisión respectiva una reconsideración del texto propuesto.

Es cierto que allí se establecen exigencias desmedidas tanto para fabricantes como para importadores de ropa, resultando impracticable la obligación de que cubran todo el espectro de medidas, aunque la menguada demanda de determinados talles lo desaconseje.

Tal cual fue presentado, el proyecto transmite un aire de voluntarismo en el que sobran las buenas intenciones pero no se analiza el impacto que pueden tener en el mercado: que el importador reclame a los países de origen determinados talles especiales es absurdo, porque se sabe que en la mayoría de los casos las prendas se traen a granel en contenedores, sin una categorización precisa de características de cada una.

Los fabricantes, a su vez, han explicado que la obligación legal de abastecer ciertos talles no se compadece con una eficiente ecuación de sus costos, lo que puede restarles competitividad con los productos importados y en consecuencia hacer perder fuentes de trabajo.

Si a eso sumamos que la reglamentación de la ley demandaría la creación de un cuerpo inspectivo que multe a incumplidores, está claro que la iniciativa, más allá de sus loables intenciones, se mete en el callejón sin salida de un dirigismo estatal que debería concentrarse en asuntos más relevantes.

¿Esto significa que debe eliminarse? Entiendo que no, y aquí es donde discrepo con quienes la han cuestionado desde una concepción liberal clásica.

Es cierto que el mercado tiende a satisfacer toda demanda, pero también lo es que participamos de una cultura de la juventud y la belleza, que suele aislar a las estéticas disidentes, desconociendo que existen y generando prejuicios. Las personas que necesitan determinados talles, más chicos o más grandes que el promedio, se hallan no solo en problemas para vestirse, sino también en una posición de indefensión frente a sutiles (o no tanto) presiones discriminatorias.

Esto no se arregla obligando a empresarios a ingresar en experiencias riesgosas, pero sí debe repararse a través de una educación y una cultura inclusiva, que derribe ciertos estándares mandatorios impuestos por la sociedad de consumo y admitan la diversidad.

Y de esto son responsables las autoridades educativas, pero también los docentes, los programadores de los medios de comunicación y hasta los creativos publicitarios, quienes muchas veces sin quererlo perpetúan prejuicios y paradigmas caducos.

Hay algo importante que está en el malogrado proyecto de ley y que debería mantenerse y profundizarse: la obligación de encarar estudios antropométricos de la población uruguaya, como forma de tomar conciencia de su diversidad e implementar políticas que apunten a la integración y bienestar de todos, no solo de quienes exhiben medidas hegemónicas.

Y hay otro tema que no está cubierto por el proyecto y que bien debería ponerse sobre la mesa: el del destino de la ropa usada o no vendida, que generalmente se desecha en lugar de ser donada a sectores vulnerables de la sociedad.

Hay un caso paradigmático en el desierto de Atacama, de Chile, donde se acumula uno de los basureros más grandes del mundo, de prendas provenientes incluso de otros continentes.

Está bien evitar legislar para que un empresario enfrente un riesgo de sustentabilidad de su compañía.

Pero si hay empresarios que prefieren tirar sus stocks sobrantes antes que donarlos -por el prejuicio espurio de que sus marcas no pueden ser usadas por personas que no se identifiquen con su público objetivo- en ese caso sí, el Estado tiene la obligación de generar mecanismos para que la justicia social se anteponga a los intereses comerciales. 

Opiniones como estas son los que nos diferencian a los batllistas de los liberales clásicos.

El mercado no manda siempre y el Estado debe actuar allí donde se lesionen los derechos de los más débiles.

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