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Pensando en Maneco, en su fecha

EL SILENCIO DE LOS SABLES, LA VOZ DE LA LIBERTAD



Manuel Flores Silva

Hoy se cumplen 37 años del fallecimiento de Maneco, Manuel Flores Mora.
Ese día -15 de febrero de 1985- retornaba la democracia al país por la que tanto él había luchado.

La Asamblea General electa por el pueblo reiniciaba sus sesiones luego del apagón autoritario.
Las contratatapas de Maneco en el semanario Jaque habían constituido una eficaz didáctica semanal sobre democracia. Así como latigazos semanales para desmoronar definitivamente las bases conceptuales de la arbitrariedad.

Las contratapas de Maneco tuvieron un extraordinario suceso e influencia.

Formaban ciudadanos en tiempos no republicanos.

Influencia tal que, por ejemplo, logró entrar en la noche a un recinto militar a sustraer, para publicar, una autopsia que reveló que el Dr. Roslik había muerto bajo torturas salvajes. Esa publicación sencillamente terminó con el terror de la tortura militar en el Uruguay.

Jorge Batlle iba a presidir, aquel 15 de febrero, la primera Asamblea General del Parlamento libre pues era el Senador más votado del lema más votado.

Unos días antes Jorge había llamado por teléfono a Maneco y lo había invitado al palco del hemiciclo parlamentario. “Junto a doña Matilde”, le dijo, por su madre, la esposa de Don Luis Batlle, a quien mi padre había venerado.

Maneco se había operado por tercera vez de cáncer al día siguiente de la elección (no había querido antes de votar), dos meses antes de la llegada de la democracia.

Su salud no era buena pues la operación en el pulmón no había sido nada exitosa.

Todos fingíamos que era si pero era no, pues no había sido bueno el resultado de la cirugía. Tenía 61 años.

Sanguinetti, Presidente electo, a nombre de él y de Wilson, le había ofrecido a un Maneco convaleciente la embajada en Paris. Para explicar en la capital de la cultura universal la lucha por la libertad y la paz de los uruguayos, según convinieron.

Con discreción yo había consultado al médico radiólogo si Maneco podría ocupar ese distinguido cargo diplomático. Me dijo que si, dado el resultado de la radioterapia. El médico era un desconocido todavía (salvo para médicos): se llamaba Tabaré Vázquez.

Yo me maravillaba de lo que la lucha por la libertad había unido a esos hombres (Maneco, Sanguinetti, Batlle) que antes se habían batido a duelo de sable, de filo, contrafilo y punta. En 1970 y cada uno por su honor.

De los tres había corrido mutua sangre en la pedana, la que, entre asalto y asalto, los funcionarios limpiaban del suelo.

Ahora los unía Rivera (en cuyo culto fui educado) y la libertad, Batlle y Ordóñez y la justicia, Don Luis, y un soñado futuro de garantías republicanas.

Con Julio Sanguinetti se habían reconciliado la noche del golpe de 1973. El suscrito, jovenzuelo, estaba esa noche de testigo. Fue en el bar Arocena. Iban camino los dos a ser proscriptos por 10 años. Eduardo Paz Aguirre medió, Lalo querido.
En una época posterior Jorge visitaba a Maneco en su departamento de la calle Constituyente los días jueves. Algunas veces Jorge le llevaba a Maneco una yerba especial que a Maneco le gustaba.

Los sables, que habían cortado antaño, entre ellos, su propia carne, callaban ahora para siempre, desafectados y respetuosos.

La mañana temprano siguiente a su liberación, Wilson había visitado a Maneco en el sanatorio.

Ambos antiguos parlamentarios insignia de sus respectivos partidos, enfrentados, espadachines también a su modo, habían cruzado argumentos y pasiones mil veces.

La lucha por la libertad los había unido ahora particularmente. Sellado a fuego ésa amistad.
Lo que conversaron esa mañana Maneco y Wilson está en la siguiente contratapa de Maneco. Afecto e ironías mediante. No pocas veces algún blanco me pide una fotocopia.
A las 15 horas de ese 15 de febrero estaba citado el Parlamento inaugural y solemne de la democracia. A las 8 de la mañana falleció Maneco. Se despertó, pidió el desayuno e indoloro dejó de respirar. Quedaba democracia.

Mi hermano Pablo, casi médico, a unos metros, pared de por medio, oyó que ya no respiraba y saltó: Maneco fue atendido de inmediato. Nada se pudo hacer.

Más tarde me sacaron del velorio, fui a jurar de Senador y volví ante su féretro.

Sanguinetti y Wilson recorrían ese día el país pues también asumían los Intendentes. En la noche llegaron al velorio.

Cuando empiezo a hablar de Maneco, siempre y ahora, los recuerdos manan irrefrenablemente desde la fuente inagotable de su existencia. Inevitablemente. Las remembranzas públicas y las personales. Con emoción.

Así converso con él a menudo. Con sus recuerdos y con sus consejos. Así vive tiernamente en sus hijos. Así acompaña.

Hace un tiempo, por ejemplo, me dice que tengo que ayudar a que el Partido de los republicanos resurja con vigor: el Partido Colorado. Es, también, el verbo que me impulsa. El país necesita para su futuro centrar su identidad en esas raíces.

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