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Por qué no se puede ganar un debate con mentiras

Luis ANTONIO ESPINO

Especialista en discurso político y manejo de crisis. FUENTE: Letras Libres

Luis Antonio Espino (Fuente: Letras Libres)

El objetivo de un debate es contrastar y discutir posibles soluciones a los problemas colectivos. Al introducir intencionalmente la mentira a un debate, este pierde su razón de ser. “Usted firmó estos documentos otorgando indebidamente los contratos”, le dice el candidato A al candidato B en el debate. “Y aquí tengo las pruebas”, afirma, levantando un legajo de papeles ante las cámaras. “Estos son los documentos que usted ha negado todo este tiempo”. El candidato B se desencaja, se pone pálido, pasa saliva y baja la mirada, buscando entre sus papeles algún contraataque.

“¿Quiere usted responder?”, le pregunta la moderadora al candidato B. Este dice titubeante que no, incapaz de levantar la mirada a la cámara por tres segundos que, por televisión en vivo, parecen eternos.

“¿Son auténticos esos documentos, candidato B?”, pregunta la moderadora. El candidato B levanta la mirada, sin voltearlos a ver. “Los tengo que revisar”, dice, “porque yo he firmado muchos documentos así en mi gestión, no sé de lo que habla el candidato A, siempre he sido muy honesto…”, pero se moja los labios con la lengua y se frota la boca con la mano, una expresión de lenguaje no verbal que comunica que quiere limpiarse de lo que acaba de decir. Trata de cambiar el tema murmurando algo, pero el moderador anuncia que se acabó el tiempo. El candidato B ha sido “noqueado”. Los titulares señalan unánimes: “Candidato A descarrila a candidato B con evidencia de posible corrupción”.

Para que un escenario así ocurra, tendrían que combinarse tres elementos esenciales: veracidad, vergüenza y exigencia de verdad.

Veracidad, para que el candidato B reconozca que los documentos que el candidato A exhibe existen, son reales y lo admita, así sea tácitamente, al no ser capaz de negarlos enfáticamente por saber que faltaría a la verdad.

Vergüenza, para que el candidato B sea capaz de admitir, así sea involuntariamente, a través de su actitud y gestos, que ha sido descubierto haciendo algo indebido o ilegal y su reacción mortificada lo delate.

Y expectativa de verdad de una sociedad que rechaza la mentira y, por lo tanto, considera que la verdad es un valor en sí mismo, que debe ser defendido.

Esos tres ingredientes ya no están presentes en el debate político de nuestros días. Y no hablo solo de México. En 2016, Donald Trump se enfrentó en su primer debate con Hillary Clinton. La participación de Trump fue un catálogo de mentiras. El Washington Post concluyó que “Trump repetidamente se apoyó en falsedades que han sido desmentidas a lo largo de la campaña. Clinton estiró la verdad en ocasiones, pero sus declaraciones imprecisas palidecieron en comparación con la lista de las exageraciones y mentiras de Trump”. Aun así, Trump se impuso en las elecciones de ese año. Pese a la evidencia, los votantes consideraban mucho más “mentirosa” a la candidata. “But her emails”, era la frase con la que muchos votantes demócratas justificaban, envueltos en una superioridad moral imaginaria, su negativa a apoyar a Clinton, permitiendo el ascenso de Trump al poder.

En una entrevista que le hice hace tiempo a Jennifer Mercieca, aguda estudiosa de la demagogia trumpiana, ella me dijo algo importante: “el superpoder de Trump es la desvergüenza”. Y es que “Trump puede mentir, violar las leyes, ofender a la gente y hacerlo públicamente, porque sus seguidores lo seguirán apoyando”. La vergüenza dejó de tener un efecto disuasor en la política, porque la gente ya no exigía la verdad. A partir de entonces, prácticamente todo el Partido Republicano ha sido capturado por un grupo de “profesionales del conflicto” que justifican y hacen cualquier cosa –incluyendo mentir sistemáticamente– con tal de derrotar a sus odiosos enemigos del Partido Demócrata.

Trump, desde luego, no es el único político que ha salido victorioso de una elección con el poder de la mentira. En abril de 2018, el actual presidente Andrés Manuel López Obrador participó en su primer debate presidencial de esa campaña. AMLO se atrincheró en su realidad paralela de afirmaciones falaces y mentirosas, como aquella de que todos sus programas sociales se podrían financiar con “los 500 mil millones de pesos de ahorros por terminar con la corrupción”, o vendiendo el avión presidencial. Su rival, Ricardo Anaya, ejemplo de preparación en materia de debate, le bombardeó con evidencia, datos y hechos. ¿Qué dijeron los analistas políticos? “Tras el encuentro algunos especialistas reconocieron que López Obrador no ganó la discusión. Pero tampoco perdió, porque logró mantener su posición e imagen como hasta ahora. Según los expertos, quien mejor desempeño tuvo fue Ricardo Anaya. Pero esto no alcanza para mover, por ahora, el escenario electoral”. Seis años y más de 100 mil mentiras después, la posverdad –la sustitución deliberada de los datos y los hechos por opiniones, emociones, datos falsos y narrativas– es la política oficial del gobierno mexicano.

El objetivo de un debate es contrastar y discutir posibles soluciones a los problemas colectivos para que la gente elija la que considera mejor. Por eso, al introducir intencionalmente la mentira a un debate, este pierde completamente su razón de ser y, por eso, no puede “ganarse” un debate con mentiras. No solo eso. La sociedad en su conjunto pierde, pues se vuelve imposible ponernos de acuerdo en, por ejemplo, cómo reducir la corrupción si una de las partes insiste en decir que la ha combatido con efectividad, cuando no es así. Tampoco podemos empezar a imaginar cuál es la mejor salida a la crisis de violencia contra la mujer si ni siquiera podemos ponernos de acuerdo en cómo ha evolucionado el feminicidio.

Por todo ello, quien opine que Claudia Sheinbaum “ganó” el primer debate presidencial por mentir con claridad, aplomo y disciplina se podría sorprender a sí mismo en compañía de quienes afirman que el presidente López Obrador “hace afirmaciones sinceras, pero no verdaderas”. Tenemos que entender que, con la posverdad, en realidad perdemos todos.

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