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Sobre libertad, igualdad, democracia y otras yerbas

Jorge Nelson Chagas

Cuando el pensador, jurista, político e historiador francés, Alexis de Tocqueville, llegó a su casa luego de un largo viaje un hecho le heló la sangre y lo sumió en hondas cavilaciones: su viejo sirviente al abrirle la puerta lo miró a los ojos… De una forma instintiva el brillante pensador advirtió que una época moría inexorablemente, venía un tiempo nuevo, no podía evitarlo y la pregunta era si sería mejor que el anterior.

Tocqueville, un aristócrata que procedía de una familia históricamente ligada a la monarquía francesa, había escrito una obra cumbre “La democracia en América”.  Una pregunta lo obsesionaba: ¿Qué se podía esperar o temer de la democracia? Era totalmente consciente del desgarramiento producido en la sociedad europea a partir de la Revolución Francesa. El antiguo régimen se había derrumbado y  se abrió un período revolucionario cuyas turbulencias todavía se dejaban sentir en el escenario europeo. Sus aprensiones se verían confirmadas por el estallido de las revoluciones de 1848, y tanto las imágenes amenazadoras de las masas plebeyas –adueñadas del poder por unos pocos días– como las de las viejas monarquías, ya irremisiblemente condenadas por los inexorables progresos democráticos, atormentaban profundamente su espíritu.

La vieja Europa se desmoronaba, y Tocqueville sabía perfectamente que era imposible detener un derrumbe que la Revolución Francesa había acelerado dramáticamente. Sólo Inglaterra quedaba todavía en pie: allí los vientos de la revolución no habían adquirido la intensidad registrada en el continente. ¿Los motivos? En parte atribuible al oportuno –pero no por ello menos incierto– compromiso entre una nobleza aristocrática que no se había olvidado de la decapitación de Carlos I (que se vio enfrentado a las fuerzas del Parlamento opuesto tenazmente a sus tentativas de aumentar su poder y a los puritanos contrarios a su política religiosa) y una pujante burguesía industrial cuyos intereses no eran menoscabados por la supervivencia de rituales y vestigios aristocráticos. Pero era precisamente Estados Unidos el lugar en donde el avance de la revolución democrática había  llegado hasta el fin.

De ahí que concentró su interés en la democracia norteamericana.  Estudió y analizó esa sociedad, pero fue más allá al plantear un conjunto de problemas genéricos en torno a las posibilidades y límites de la democracia. Entre ellos había uno en particular: la tensión entre la libertad y la igualdad. Un problema que está discutiendo actualmente, aunque es bastante antiguo.

Tocqueville advirtió que la esencia de la democracia en EE.UU. era la libertad que impedía el avasallamiento de la mayoría de los derechos y garantías de quienes pensaban distintos. La libertad como valor supremo.  Pero…la cuestión no era tan sencilla: la democracia estadounidense de este tiempo histórico era practicada por un conjunto muy homogéneo: varones blancos instruidos, propietarios.  En el interior de ese conjunto específico regían normas claras de tolerancia y un juego democrático limpio. Por eso funcionaba bien.  El problema era los que estaban fuera de ese conjunto, los “otros/otras”. Una masa, por cierto, muy numerosa.

Dicho en otras palabras: democracia no implicaba igualdad. Después de todo la democracia griega admitía sin rubores la existencia de esclavos.

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