Solo los regímenes moderados preservan las libertades
Julio María Sanguinetti
Entre 1960 y 1980 hubo 21 golpes de Estado. Exceptuados Colombia y Venezuela, más Costa Rica en América Central, todos en algún momento caímos. Países que arrastraban la presencia militar desde mucho antes (la Argentina, luego del golpe de Uriburu en 1930) u otros que a la inversa lucían estables (Uruguay en el siglo XX, con solo un golpe político, en 1933, sin intervención castrense), el hecho es que en esas dos décadas se derrumbó la generalidad. Chile y Uruguay, 1973; la Argentina, 1976…
Hoy estamos a medio siglo de esa oleada y una imprescindible mirada, aunque sea ligera, nos sirve para comprobar la perplejidad todavía vigente para explicarla, así como la de la contramarcha democrática de los 80, plena de esperanzas hoy empalidecidas.
La ciencia política se ha abocado a explicar aquel fenómeno a través de gente de mucho talento, como los franceses Alain Rouquié y Alain Touraine, estadounidenses como Huntington o Stepan, ingleses como Leslie Bethell y argentinos como Guillermo O’Donnell, entre tantos otros que se han asomado a ese período tan peculiar incluso en el mundo entero: mayo del 68, el hippismo, la revolución sexual o los “brigadistas” que asesinaron a Aldo Moro…
Entre nosotros, la revolución cubana puede ubicarse como la llamarada que ilumina este período difícil de aprehender. Los teóricos han puesto como ingredientes la inflexión económica de esos años, la fuerte puja distributiva, la tradición militarista, la influencia de los EE.UU. y un debilitamiento político e institucional que preparó el terreno para las aventuras militares. De todo eso algo hubo, pero nada puede entenderse sino en el marco de la Guerra Fría, que transformó América Latina en un campo de batalla entre guerrillas guevaristas y golpes de Estado con olor a Pentágono. Fue una puja internacional de influencias, pero –en el fondo– un radical debate ideológico entre marxismo y democracia liberal, en cuyos dos términos se legitimaron terrorismo y dictaduras. De un lado, la palabra “revolución” ponía todo a su servicio, aun la violencia como partera redentora de un nuevo tiempo; del otro, la “democracia” era el paraíso perdido que tenía que rescatarse aun a costa de golpes de Estado que eran su negación. El extravío fue grande y no solo incluyó a políticos, sino a intelectuales y aun a las iglesias, católica y protestantes, que se ahogaron en el desconcierto filosófico de la “teología de la liberación”, a la que Juan Pablo II le pondría una lápida años más tarde.
Por supuesto, en cada país se vivió –se sufrió– distinto. La Argentina llevaba varias décadas de golpes de Estado recurrentes que habían llevado al suelo a gobiernos democráticos como los de Frondizi e Illia y generado un particular movimiento popular, que, nacido en 1946 de una elección, encontró en un líder militar, el general Perón, la inspiración que lo alienta hasta hoy. Vino luego la “Libertadora”, el retorno del “general”, el esperpento del gobierno de su segunda señora, tutelada por el hoy olvidado “brujo”, fundador de la siniestra Triple A. La influencia militar fue y vino hasta que la Guerra de las Malvinas la sacó violentamente del escenario. La democracia allí está felizmente. No obstante, ha vivido de zozobra en zozobra, desde el mismo gobierno restaurador de las libertades de nuestro recordado amigo Raúl Alfonsín, a quien amargaron su final el dólar y la inflación. Desde entonces hubo mucho de bueno y mucho de complejo, pero hoy –a 47 años del golpe de Estado y a dos décadas de la crisis de 2001– nos encontramos, de nuevo, con un gobierno asediado por los mismos fantasmas históricos: el dólar y la inflación…
Brasil, en 1964, abrió el camino de los golpes “preventivos” de “la revolución”. Dada su importancia, en la visión de los EE.UU. allí se jugaba el destino del continente, como lo explicaría luego la real politik de Kissinger. Se organizó una dictadura singular, “institucionalizada”, si cabe la palabra, porque no hubo un dictador, sino unas Fuerzas Armadas que asumieron el gobierno y rotaron su conducción entre cinco generales que abandonaron el cargo en la fecha prevista. También ha pasado de todo, hasta la muerte de un presidente en ejercicio de su cargo y la caída de otros dos por enjuiciamientos. El período populista de Bolsonaro terminó con el grotesco episodio del asalto al Parlamento, para abrirse a esta nueva etapa de un Lula que ha salido al mundo a mostrar un Brasil protagonista, por el momento zizagueando con ambigüedades que no le regalan el soñado liderazgo internacional El caso paraguayo tiene la particularidad de que la eterna dictadura del general Stroessner, entre 1954 y 1989, se asentó en la identificación de las Fuerzas Armadas con la mayoritaria Alianza Nacional Republicana (colorados), tan vigente que acaba de alcanzar una resonante victoria con la elección de Santiago Peña y de un Parlamento con mayoría en las dos cámaras. Allí las aguas lucen tranquilas.
El caso chileno es emblemático y lo sigue siendo. Salvador Allende se suicidó ante la avalancha militar que encabezó Pinochet y hoy es recordado como un honesto idealista. No puede olvidarse, sin embargo, que llegó a la presidencia con solo un tercio del país, dividido por partes casi iguales con conservadores y democristianos. Impulsando reformas progresistas, chocó con esa fragilidad, que hoy debemos mirar con particular atención desde la Argentina, en que todo parece ir en parecida dirección. El hecho es que Chile adoleció de una dictadura durísima aunque reformista y luego se abrió a una transición ampliamente exitosa, hoy inesperadamente cuestionada, en medio de una formidable confusión política.
Insistimos en la tripartición. Nos pasó en Uruguay, y si hemos preservado la estabilidad es por haber reconfigurado dos grandes espacios, uno que aglutina las variantes de la izquierda, y otro, el más reciente, con los dos partidos tradicionales, que durante casi dos siglos dominaron el escenario. Es, de algún modo, un nuevo bipartidismo, imprescindible para afrontar los desafíos de este tiempo.
Todo este largo y fragmentario relato viene a cuento del riesgo gigantesco de las debilidades del sistema político en países como Ecuador, Perú, Bolivia y aun Chile y Colombia. Es verdad que no están más la Guerra Fría y las Fuerzas Armadas erigidas en salvadoras. No obstante, las flaquezas partidarias, hijas de los socorridos “desencantos”, vienen trayendo unas elecciones de extremos, en que los “centros” se hunden.
Oportuno es recordar que ya Montesquieu nos advertía de que solo los regímenes moderados preservan las libertades.