¿Y Dónde está Bergara…?
Ricardo Acosta
Montevideo avanza como un avión sin comandante y una moto sin freno. La autoridad se esconde, el desorden manda y el poder parece haberse bajado antes del aterrizaje.
Fue en la madrugada.
Decenas de motos rugieron frente a la Intendencia de Montevideo, en plena explanada municipal.
A metros del despacho donde se toman, o deberían tomarse, las decisiones que ordenan la ciudad, los motociclistas aceleraron, hicieron ruido, tomaron la calle como si fuera suya.
No hubo inspectores.
No hubo patrulleros.
No hubo autoridad.
Solo el eco de los motores y la sensación de que en Montevideo ya nadie manda.
El episodio duró lo suficiente como para que todos se enteraran al día siguiente, cuando los videos se multiplicaron en redes. Algunos lo tomaron como curiosidad, otros como muestra de una ciudad fuera de control.
Y no se equivocan.
Porque hechos como este no son una excepción.
Son una postal perfecta del abandono.
La Intendencia hace años que se acostumbró a mirar para otro lado.
El tránsito es un caos, los basurales crecen sin control, las calles están rotas y la convivencia se deteriora.
La explanada, que debería ser símbolo de civismo, se convirtió en escenario del desorden.
Y nadie parece hacerse cargo.
La gestión municipal repite el libreto de siempre: comunicados tibios, promesas de “coordinación interinstitucional” y declaraciones vacías.
Pero los problemas no se coordinan: se resuelven o se agravan.
Y en Montevideo hace tiempo que solo se agravan.
Lo ocurrido no es solo un incidente de tránsito.
Es una provocación abierta al Estado, una demostración de fuerza frente al poder político, que no responde.
Porque si un grupo de personas puede alterar el orden público en la puerta misma del gobierno departamental sin que nadie intervenga, es porque la autoridad se volvió invisible.
Y ahí entra el Ministerio del Interior, la otra pata del fracaso.
El orden público no depende solo de la IMM.
La policía tiene la obligación de garantizar que los espacios centrales de la ciudad no sean tomados por grupos que desafían las normas.
Sin embargo, tampoco aparece.
Ni control preventivo, ni operativo disuasivo, ni presencia mínima.
Nada.
Silencio y pasividad.
El mismo silencio que se repite cada fin de semana en los barrios donde las motos circulan sin matrícula, sin casco y sin límites.
Parece que en Uruguay el Estado solo se mueve después del desastre.
Lo más preocupante no es la velocidad ni el ruido.
Es la impunidad.
Esa sensación de que todo está permitido, de que nadie responde por nada.
Y esa impunidad no nace de un grupo de jóvenes en moto; nace de las instituciones que se cruzan de brazos.
La desidia municipal y la indiferencia policial se combinan en un cóctel que erosiona el respeto por las reglas más básicas de convivencia.
Montevideo no se volvió ingobernable en una noche.
Lo hizo de a poco, a fuerza de renuncias, de excusas, de discursos que no se traducen en acción.
La ciudad perdió autoridad porque sus autoridades dejaron de ejercerla.
Y cuando el Estado se ausenta del espacio público, alguien lo ocupa.
Hoy son motos frente a la Intendencia.
Mañana, quién sabe.
La explanada que antes fue escenario de actos cívicos y reclamos ciudadanos, hoy es símbolo de desidia.
Un espacio donde el poder se calla y el ruido gobierna.
No se trata de una simple infracción: se trata de un mensaje.
Un mensaje de impunidad, de desorden, de abandono.
Montevideo no puede seguir normalizando el caos.
No puede aceptar que el Estado se esconda mientras el descontrol se instala en su puerta.
Porque cuando el poder deja de hacerse respetar, deja de ser poder.
Y eso es exactamente lo que está pasando.
El poder, simplemente, se rindió.