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El Gobierno de los Filósofos

Nicolás Martínez

Uno de los errores más habituales que predominan en la actualidad, es el de juzgar la historia y sus protagonistas, con el pensamiento y la mirada presente de las cosas. En este sentido, es moneda corriente la señalización y la deslegitimación de personajes que marcaron la historia por parte de legiones de intelectuales que pretenden consolidar el monopolio de la verdad y del pensamiento. Una de las víctimas de esta vorágine de tergiversación de sus ideas, ha sido el filósofo griego Platón, padre de la tradición filosófica occidental. Tan grande y significativa ha sido su impronta, que hace algún tiempo atrás, el matemático Alfred North Whitehead sostuvo que “toda la filosofía occidental no es más que una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica”.

A más de 2300 años, la voz de Platón aún sigue llegando a nuestros días con una frescura propia de aquellas enseñanzas que son atemporales, que cruzan las barreras del espacio y del tiempo, para interpelarnos, para pensar y pensarnos. En un mundo que corre demasiado rápido, donde muchas veces hay poco espacio para la reflexión, vuelve a despertarse el interés por la filosofía, por los clásicos, con las mismas preguntas que se viene haciendo el ser humano desde los albores de los tiempos, trayendo consigo esa inocencia pura del que sabe que no sabe, del que es consciente de su ignorancia y anhela ofrendar su vida a la búsqueda de la verdad como en la Antigua Grecia.

Los tiempos que corren tienen la particularidad de una constante crítica y cuestionamiento a los sistemas de gobiernos, los mismos que a medida que transcurren los distintos ciclos, son contaminados por los demagogos de turno, corruptos y oportunistas de ocasión, que ven en la democracia, un sitial para proyectar sus egoístas deseos y alimentar los más oscuros egos personales, problema que ya era observado en Atenas por el filósofo Platón, quién advertía de estas perversiones en uno de sus diálogos de la época de su madurez más importantes: “República o el Estado”. En este diálogo, conformado por diez libros, se abordan una diversidad de temas haciendo hincapié en lo relativo al buen gobierno y a la justicia, detallando de sobremanera, los cimientos de la educación.

Entre otras cosas, Platón entendía que aquellos que cumplieran la tarea de gobernantes, debían renunciar a todos sus bienes materiales para evitar que estos se convirtieran en administradores de sus propios patrimonios. Una de las finalidades de los gobernantes, debe ser la de la buena administración de los bienes y de los recursos de la ciudad para con sus gobernados, razón por la que la no renuncia a los bienes, podría generar despotismo y, por consiguiente, ser enemigo de la polis y no responder al ideal de justicia propio de esa noble actividad.

Entendiendo al ser humano como un ser social por naturaleza, el orden social de la polis dependerá de la ética individual de cada individuo, por lo que es de suma importancia los valores de cada uno de los ciudadanos. Aquí juega un rol más que importante la educación, porque de la educación de los ciudadanos dependen los valores de estos, y, por consiguiente, la salud de la polis. Una polis saludable, será aquella en la que sus servidores públicos y sus gobernantes tengan una sólida formación ética y filosófica.

Por ahí se ha dicho muchas veces que Platón entendía que sólo los filósofos podían gobernar de manera adecuada, excluyendo a todos los demás de dicha tarea ¿pero que nos dice al respecto de esto? Platón, lo que trataba de transmitir con esa idea no era el de un estado aristocrático y elitista, sino que la esencia de su pensamiento apuntaba más bien, a que necesariamente debían ser los mejores los encargados de esa tarea. ¿Y quiénes son los mejores? Aquellos individuos que poseían una formación ética y moral, quienes habían hecho de su vida un ejemplo para los demás, debiendo velar mediante la sabiduría, por el bien común, por la justicia y la honradez.

En esa búsqueda del Estado ideal, una de las principales premisas es la de asegurar la felicidad de los individuos que forman parte de él, y para ello es necesario concebir a la política como una ciencia, como un saber para el que se debía transitar por un proceso de formación intelectual y ética. En este sentido, el arte de gobernar debe estar despojado de los impulsos emocionales y de la mera opinión, cobrando gran importancia, por tanto, el estar capacitado para la tarea asumida, por lo que solo los mejores serán los aptos para el servicio público, por la responsabilidad y por el futuro que está en juego.

Una de las críticas a la democracia de aquellos tiempos, es que el igualitarismo que se pregonaba producía injusticia, porque se trataba como iguales a quienes no lo son, porque no todos los ciudadanos eran iguales, no todos tienen los mismos valores, la misma educación y formación moral. En este punto es importante señalar que Platón advertía que existían ciudadanos que poseían una ausencia de virtud y de sentido de justicia, movidos entonces, solo por finalidades egoístas y alejadas del bien común.

Advertía también que era un acto de injusticia, el permitir que cualquiera pudiese gobernar sin siquiera considerar si estaba capacitado para tal designación, porque, así como se acude a quien sepa más de medicina ante una dolencia corporal, se debería acudir a quien sepa más del arte de gobernar para las cuestiones vinculadas a la administración de la polis. El no considerar la importancia de las competencias del servidor público, se puede degenerar en un Estado gobernado por ignorantes y la negación de la política como una ciencia del saber, y al no ser dirigidos o guiados por un saber, difícilmente se pueda llegar al bien común de la ciudad, por eso la necesidad de armonizar sabiduría y poder.

Debe primar en el Estado y más aún entre sus gobernantes, la idea de Bien, donde los mejores ciudadanos se entreguen en cuerpo y alma a velar por la justicia, para la posterior construcción y realización de felicidad para con sus gobernados. En este sentido, Platón entendía que la ciudad era un reflejo de sus ciudadanos, es decir, si los ciudadanos estaban en armonía con los valores éticos, la ciudad lo estaría también, pero si por el contrario, quienes gobiernen están desarmonizados en los valores éticos, esto se verá reflejado también en la ciudad.

A propósito del concepto de justicia, Platón afirmaba que: “No hay ciudad ni individuo que pueda ser feliz sin llevar una vida de sabiduría bajo las normas de la justicia, ya porque posean esas virtudes por sí mismos, ya porque hayan sido criados y educados debidamente en las costumbres de piadosos maestros”.

En determinado momento del diálogo, se pone en consideración la siguiente situación: si se estuviese en el medio del océano sobre un barco ¿se convocaría a una elección para determinar quién será el piloto o se acudiría a quien más sabe y, por tanto, quien está capacitado para la tarea? La respuesta es más que clara. Entonces ¿no sería necesario también, que para la tarea gobernar, la responsabilidad recaiga en quienes están más preparados para ello? El filósofo Nigel Warburton sostuvo que: «Los expertos que Platón quería al timón del buque del Estado eran filósofos especialmente entrenados, escogidos por su incorruptibilidad y por tener un conocimiento de la realidad más profundo que el común de la gente».

El legado de Platón sigue con plena vigencia en nuestros días, no como un saber estático y acabado, sino como una búsqueda constante de cuestionamiento y de perfección de la virtud. Fuente inagotable de inspiración, coloca de manifiesto la necesidad de la construcción de una convivencia basada y sustentada en la justicia, donde prime la honestidad y el bien común, donde la educación de los ciudadanos debe ser un pilar fundamental del Estado, para sus gobernantes y sus gobernados a través de la unidad: lo Bello, lo Bueno y lo Justo.

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