Editorial

Gobiernos en pugna

César García Acosta

Entre el primer y segundo nivel de Gobierno, entre las Intendencias y el Poder Ejecutivo, existe una gran dicotomía que afecta el sentido de la descentralización política. Debemos advertir como negativa la asignación de tareas que se traspasan sin la debida asignación de recursos de un nivel de gobierno a otro. La división de un concepto, especialmente cuando trata hechos o circunstancias que son opuestos o están muy diferenciados entre sí, requiere de evaluación y negociación. Reasignar tareas en el Estado supone la existencia de niveles donde lo ejecutivo no debe avasallar lo político, porque cuando esto sucede, lo que está en juego, es el estado derecho. Dos circunstancias en la actual etapa de “rendición de cuentas” ponen en juego este concepto: imputarle a las Intendencias la condición de sancionables por los asentamientos que se generen por la falta de vivienda, y mantener la idea de traspasar el registro civil a los municipios sin la debida formación y soporte presupuestal que haga viable esta actividad. Los cambios sociales y culturales deben estar asociados a un proceso de diálogo y no a la letra de un texto legal o de la firma en un decreto.

El Gobierno Nacional definitivamente debe resolver si considerará o no a las Intendencias como gobiernos y más allá de la condición de subnacionales, locales, o de cercanía, capaces de ser descentralizados en su concepción política, jurídica y financiera, o si por el contrario, quiere mirarlos como parte de un Estado indefinido con apenas un puñado de poderes secundarios transferidos, que no constituyen más de un punto del producto bruto interno, y que viabilizan una autonomía de apenas uno o dos de los tantos impuestos con los que los uruguayos aportamos para ser mejor administrados.

La Rendición de Cuentas como instrumento jurídico que a modo de “presupuesto por programa”, intenta dotar al Estado de recursos y reglas de funcionamiento, deja entrever que 2022 será un año difícil de sobrellevar. En un país que prefiere ser semifederal, y bastante centralista, donde el poder ejecutivo (presidente y ministros), son quienes manejan a su libre albedrío la gestión de la “cosa pública”, deja de lado las expectativas reveladas por un cúmulo de leyes de descentralización, que apenas en la idea transitan el desarrollo local como el verdadero polo de despegue en nuestra sociedad.

Por un lado, en 2022 los fondos de que dispondrán los gobiernos departamentales procedentes de los impuestos recaudados en sus territorios, no excederán los 16.500 millones de pesos, cifra que oficiará como un “techo” para el 3,33% inicialmente acordado en 2020 como la base quinquenal de esta participación. Y esto será así porque el Gobierno central alega haber recaudado en 2021 menos de lo que debía, y seguramente por efecto de la emergencia sanitaria, así sea, pero eso no hace en nada a la máxima centralizadora de seguir siendo el titular del poder del 96,67% restante de los impuestos recaudados en el país.

Dicho así parece más una cuestión de fiscal que de derechos políticos, pero no lo es, porque la limitación de los fondos afectados a los territorios deliberadamente queda en poder no de quien fue el más votado para ejercer la gestión local, sino bajo la batuta de los funcionarios que ejercen cargos no electivos que difícilmente vayan a ser quienes tengan que dar la cara en las audiencias públicas que sucederán de aquí en más.

Para ser claros y acotar los ingresos tributarios a la realidad, en 2022 habrá menos de 700 millones de pesos para el manejo del 3,33% que corresponde a las Intendencias que si se hubiese aplicado apenas el IPC a los fondos vigentes en 2019. Y la cuestión será cómo se repartirá la torta, porque de entrar en el debate estéril entre el “ser” y del “deber ser”, lo que debe importar es hacia dónde se direccionarán esos recursos cuando ya no lleguen al nivel municipal.

En este contexto el Gobierno central decide, sin embargo, traspasar a los Municipios que son parte intrínseca de las Intendencias, la facultad de los casamientos y de las registraciones de los nacimientos, defunciones y de tantas otras cosas de las que se encargan desde tiempos inmemoriales el Registro del Estado Civil. Un inofensivo artículo en la ley de presupuesto facultó al Ministerio de Cultura a traspasar por delegación de funciones, estas tareas, y su Ministro entendió que el canal más adecuado eran los Municipios. A partir de enero casarán civilmente a los uruguayos los alcaldes o los concejales, en vez de los jueces de paz, y eso, además de configurar un hecho político de relevancia, generará ciento de miles de anotaciones registrales que deberán hacerse en el tercer nivel de gobierno, sin fondos asignados para esa función y sin la debida capacitación política, administrativa y social que un cambio de este porte requiere.

¿Cuánto han participado los Intendentes en estos asuntos?, es una incógnita, tanto como lo es a cuatro meses, a tan sólo 120 días de que esto ocurra, cómo y quién instruirá a este nivel de gobierno sobre sus nuevas obligaciones. Y convengamos que no alcanza con que el ministro de Cultura diga “hágase la cultura” para que socialmente y culturalmente un cambio caracterial de este porte logre efecto en los municipios de un país donde su titular lejos de ser una figura independiente, por más votado que haya sido, su gestión, recursos, personal y objetivos son tan limitados como escasos y dependientes de otros estamentos del Estado.

Esto sí que verdaderamente es una cuestión cultural, porque a diferencia de lo que sucede en Francia o  España, donde los municipios son verdaderos gobiernos simplemente porque existen antes que los Estados, en Uruguay son una creación legal de hace muy poco tiempo. La historia de los Municipios de Europa dista de siglos de cultura y de derechos que los de Uruguay.

A esto de los fondos anuales, y los casamientos se suman otras perlas sobre las que hay que poner la atención legislativa, y no sólo por el oficialismo, sino de todo el Parlamento. Se pretende que las Intendencias sean la policía territorial para controlar que no haya asentamientos irregulares, en un contexto donde las Intendencias no sólo no tienen competencia en las políticas de vivienda, sino que son lisa y llanamente inimputables tan sólo porque el déficit de esas viviendas, motivo de los asentamientos, no es su obligación, sino del propio Gobierno central que pretende otorgarle un rol parapolicial, denunciante y hasta de acoso, por tareas de vigilancia que debe ejercerlas quien tiene la facultad de transformar la vida de la gente en materia de “techo”. Ese rol, lejos de ser municipal, es del Ministerio de Vivienda del Gobierno central.

El artículo 69 de la ley 18308, de ordenamiento territorial, en referencia al texto sustitutivo numerado como el artículo 69.10 del articulado de la actual rendición de cuentas, si bien eliminó por inconstitucional la sanción fijada para cuando no se denuncia un asentamiento (artículo 207 del proyecto), de todas maneras deja pendiente de una mejor precisión la hipótesis de omisión de los gobiernos departamentales, en tanto ese acto de denunciar abre una hipótesis indeterminada de omisión, que deja en un margen muy amplio la discrecionalidad en favor del Gobierno central, quien pasaría a ser juez cuando en realidad es la parte más directamente vinculada a la falta de viviendas en el país.

Sin perjuicio de otros ajustes que deban realizar los legisladores para adecuar las buenas intenciones de sus oficios, habrá que considerar especialmente que la omisión que se quiere imputar a las Intendencias, por parte del Gobierno central, debe ser consecuencia de una constatación por sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, y no simplemente, como  una imputación en la búsqueda de justicia por parte de un Estado que en realidad es el mismísimo deudor contumaz del sistema de viviendas en el país.

Cada etapa de rendición de cuentas no puede ni debe ser un mecanismo para sacarse responsabilidades dándoselas a otros, con el agravante de no hacer el debido traspaso de los recursos imprescindibles. Los gobiernos deben descentralizarse en cometidos, y los gobiernos de cercanía son los más aptos no sólo para hacer, sino también para rendir cuentas a esa ciudadanía. Pero jamás podrán hacerlo si la caja del Estado sigue siendo 3,33% para las Intendencias y 96,67% para el Gobierno central, lo que equivale decir, que el poder real en Uruguay radica en el Presidente y sus Ministros.

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