¿Ha muerto la política como la conocíamos?
Washington Abdala
La ciencia política tiene un problema acuciante: ya no sabe cómo encuadrar a los nuevos liderazgos políticos impulsados por fenómenos reactivos que emergen en calidad de hijos del movimientismo social -inimaginable así hasta hace algunos años- o los que irrumpen desde las redes sociales. Y es curioso porque las redes sociales y el movimientismo social parecen ser ámbitos contrapuestos, sin embargo ello no es así.
Ya no hay un líder que sea sistematizable bajo etiquetas predeterminadas. Cada día emergen formas nuevas de conducción, cada vez es más potente la fuerza descomunal de la sociedad civil cuando irrumpe en las calles en cualquier lugar del planeta, y se advierte un repliegue de los sistemas históricos de los partidos políticos que de forma gradual van perdiendo legitimidad ante la fatiga y el malestar de las masas ciudadanas. (Ni que hablar de las redes ocultas de la corrupción que se infiltran en la política y que desde el desvío de dinero hasta recursos del narcotráfico son ampliamente detectables).
Maurice Duverger y sus categorías analíticas, con las que pretendía abarcarlo todo en su sociología política, visualizaba desde “partidos de masas” a “partidos de cuadros”. Hoy suena infantil y del siglo pasado ese enfoque. Y lo es, esa mirada binaria está pulverizada por la realidad. De alguna forma hay un renacer del mayo de 1968 en diversos lugares del planeta solo que ahora con redes sociales dinamitándolo todo en el plano retórico, recursos inexplicables a simple vista y bolsones de anomia fertilizada por la incertidumbre que generan los grandes centros de poder formal al no aparecer en escena. El combo es completo y no ambienta pronósticos demasiado halagüeños.
Además, el presente parece deconstruir la realidad. Los opuestos conquistan el pináculo de las sociedades (en esto no hemos cambiado tanto) y se va de extremo a extremo de forma impactante. La novedad es que los que ganan creen fanáticamente en sus radicalismos dogmáticos y no advierten la zona ecléctica del pensamiento moderado (ampliamente mayoritario en todos lados). El que gana una elección política -erróneamente- considera que su dogma es la verdad revelada y, en general -como las victorias nunca son aplastantes- no alcanza a entender que es en el “centro” del espectro político donde se produce la victoria real porque allí radica la mayoría del electorado. Lamentablemente esto cuesta asimilarlo.
El que se radicaliza entonces, gana elecciones y le hace perder a la sociedad calidad de vida con su extremismo (sea de derecha o de izquierda). Excepto casos muy especiales donde hay mayorías muy cansadas y los que obtienen la victoria lo hacen abultadamente, la evidencia muestra a la “fragmentación” como la nueva reina de los partidos políticos del presente donde la hegemonía de las grandes colectividades políticas era la regla. Y así surgen nuevos partidos políticos como hongos, hijos más del movimientismo social y de la agitación que de causas históricas o revolucionarias profundas. Hay también cierto anarquismo new age que irrumpió en escena. Los viejos clivajes partidarios están jaquedos (incluyo al socialismo histórico y al liberalismo radical que hoy están remasterizados dentro de formatos que cuesta reconocer).
La irrupción de Twitter y Facebook en política es un asunto que todos conocemos de sobra y aburre contar que por allí se juegan partidos feroces de poder. Hasta Tik Tok hoy empuja dentro de una elección política. Y ya estamos viendo el streaming con nuevos actores que andan ronroneando lo electoral. Esto va a una velocidad que mete pánico y está barriendo con todo lo que creíamos intocable en la política que conocimos.
En los hechos: se acortaron las distancias entre el candidato y sus electores, se elimina la mediación de los medios de comunicación que (supuestamente) “sesgan” el mensaje y así el candidato emite su pensamiento hacia sus receptores de manera directa. (Cualquier teléfono móvil con señal está apto para recibir lo que emite, hace y dice su candidato). Los ciudadanos sintonizan y listo. Sucede algo así como oír la vieja radio a galena en amplitud limitada solo que con imagen y sonido de alta calidad. Ya no se corta, ni se descontextualiza el discurso. El mensaje sale como lo quiere el candidato en extensión y estilo, todo dependerá de su carisma para lograr fidelización y sostener su audiencia. Y se vive la ilusión de la bidireccionalidad al poderle enviar mensajes al candidato que quedan en el mundo internético flotando quien sabe donde. El carisma ya no es aquella “cualidad irracional” que generaba adhesiones sino que hoy muta hacia una caracterización efímera de cierta forma de empoderamiento que parece más frágil de la que el propio Max Weber describió en sus tipologías. Los seguidores son los “fan”, se ubican por detrás del nuevo referente y -en general- las redes sociales son tribus que arremeten contra el enemigo. Acá Carl Schmitt se cumple a rajatabla en un terreno que nunca pudo imaginar que sería así.
Sin embargo, hay un problema aún mayor e impactante: la política en el presente no gusta, no es un menester que genere aplausos entusiastas, ni emociones perdurables y los jóvenes no se sienten atraídos por ella. El idealismo no parece estar presente. (Y los que amamos a esta disciplina deberíamos estar preocupados).
Observe el lector cuántos son los seguidores en redes sociales de los líderes más relevantes en política internacional y encontrará (excepto Barack Obama y muy pocas personalidades más) la baja fidelización por detrás de los mismos y lo poco que “mueven” en comparación con otros sectores de la vida moderna en términos de seguidores. Observe también el lector cómo irrumpen en la fama y en la admiración youtubers, streameadores y nuevos cantantes populares que colonizan millones y millones de seguidores en cuestión de semanas, mientras los políticos hablan desde sus podios y son zappineados por el ciudadano-espectador que un día los unge poderosos y al otro los desprecia de forma grotesca. Lo que logran en términos de admiración (volumen de likes y seguidores) los nuevos protagonistas “referentes” o “influencers” no lo alcanzan los políticos actuales. Los políticos son estrellas fugaces mientras transcurren sus campañas electorales, solo algunos viejos sistemas de partidos aún se preservan del tsunami posmoderno, pero esa no es la regla planetaria. La regla es casi siempre la caída en el desprestigio, el enojo social y problemas judiciales al final de los mandatos.
¿Afirmo algo que el lector no advierte en muchos lados? Pues algo está muy complicado en las estructuras políticas de diversas sociedades como para que tanta posición errática esté aconteciendo con tanta intensidad. No puede ser casualidad que una parte relevante del mundo que conocemos se puso al rojo vivo en tan poco tiempo. De seguro, la pandemia ha sido un catalizador de mucha cosa que vivimos. El futuro nos permitirá ver mejor esto que padecimos, pero no es fácil entender cómo se llega a momentos tan turbulentos sin la debida perspectiva.
El contencioso entre un conocido periodista deportivo de un canal de cable argentino y un joven streameador español, hace algún tiempo (que justamente provenía del área de los deportes plagado de millones de seguidores que lo aman) y que era totalmente desconocido para el primero, muestra a cabalidad que los nichos del nuevo tiempo son gigantes, que la televisión abierta y el propio cable están en la mira (languideciendo) frente a los jóvenes del presente que ya ni saben que son esos asuntos, y menos aún “la política” que la asumen por descarte y tienden a seleccionar por “defecto” su candidato. Es una tragedia que la polis no tenga ciudadanos sino meros pasajeros que no se inquietan por el destino colectivo y solo parece preocuparles su narcisismo cotidiano en Instagram. ¿O les preocupa lo que está pasando y no logramos entender sus códigos actuales? Esto debería ser fruto de investigaciones sólidas que aún no parecen estar disponibles.
¿Ha muerto la política como la conocíamos? Sí, definitivamente. Ya no pesan los conocimientos como en el pasado, menos aún el prestigio acumulado por méritos clásicos, ya no existe más la carrera de los honores como la planteaban los romanos sino que ahora es un tema completamente distinto donde la generación millenial lo va a cambiar todo porque mira, vive y percibe al mundo de forma distinta. O se entiende por las buenas o lo entenderemos estupefactos viendo como todo muta y nace un nuevo mundo sin comprender siquiera que está aconteciendo.
Es simple: el viejo elector clásico que aspiraba a encontrar un líder protector con un partido político seguro por detrás de él está desapareciendo. Ya no hay un Nelson Mandela. Y el nuevo elector ya no exige eso, ni partidos políticos certificados, ni ideologías acabadas, sino que reclama en cada contexto asuntos distintos, focales y nuevos. Es verdad, se instaló el ambientalismo, la diversidad, la agenda por los nuevos derechos pero eso no abarca todo el relato existencial del presente. Por eso los particularismos le ganan a los universalismos, los jóvenes no quieren a Demóstenes dictando su discurso sobre la corona (ni saben quien es) y por eso son capaces de votar de manera transversal, desde un veterano político devenido en confiable protector con aroma a rock and roll (como el presidente de los Estados Unidos) hasta a una joven primer ministra de Nueva Zelanda que parece salida de su Master Universitario pero que empatiza por su frontalidad narrativa de manera inmediata. (Alguien me podría refutar que el presidente Joe Biden es la vieja escuela, sin embargo arriba al poder encolumnado en reclamos raciales, sociales y de identidad nacional actuales, asuntos que tuvo que sortear de forma inteligente o no habría coronado con éxito su ambición.)
Ya no hay fórmulas seguras, no hay nada predeterminado, se pueden ver nacionalismos ultramontanos, pasando por aplausos sórdidos a la xenofobia (lamentablemente) y terminando en un solidarismo Green. Hoy todo es posible. Y las mismas sociedades en poco tiempo van de un lado hacia el otro, repito, sin rubor, sin complejos, sin anestesia y produciendo líderes desde ámbitos que no son previsibles.
Me dirá el lector: siempre fue así, si recordamos la Alemania de 1933… Pero no es ese mi razonamiento en clave temeraria, no pienso así. Hoy, de lo que hablo, es de un mundo en el que la comunicación lo cambia todo, la asimetría dentro de las sociedades y entre los países es obscena, la inequidad no se puede ocultar y los migrantes – los venezolanos nos los muestran a diario con su presencia por millones en nuestro continente- son tantos que no hay lugar del mundo que no se enfrente a esta evidencia. Y esta evidencia todo lo cambia: desde los sistemas laborales hasta el modus vivendi de las sociedades que cada vez son más globales.
Además, la globalización es absoluta y rampante. ¿No observa el lector que en todos lados se instalan las mismas casas de comida rápida, las mismas bebidas refrescantes, los mismos jeans, las mismas ropas de renombre y las mismas marcas falsificadas de forma exactamente igual en mercados informales? Es cierto, algunos países resisten autárquicamente a ésto pero terminan copiando el modelo de negocios y lo edifican internamente en el mismo formato de los originales (China y Brasil, por citar dos ejemplos bien distintos pero similares en sus nacionalismos con capitalismo neto, uno abierto al mundo, el otro menos, pero ambos útiles para demostrar lo que refiero).
Edimburgo, Chicago, San Pablo y Auckland se parecen mucho más en sus consumos de lo que uno imaginaría como divergentes. Es que la comida rápida, el delivery, los deportes planetarios y la música en Spotify son los verdaderos virus del presente aplaudidos por todos. Y la llegada de Zoom hizo al mundo vivir dentro de una computadora. Lo irreal del ágora griega ahora es real en una simple laptop donde se espera turno para hablar los cinco minutos respectivos y decir: Salve César.
Los políticos del tiempo que viene se parecerán a sus contemporáneos. ¿Cuál sería la razón por la que un representante de la nueva gente se parecería a la vieja generación? En consecuencia hay que ir prestando suma atención a los jóvenes porque no solo muere la corbata, muere lo que ella representaba, mueren protocolos de formalidades vanas, muere una narrativa formal y muere una forma de vivir y hacer política que ya es asunto del pasado. Y los jóvenes no serán, ya son. Los dinosaurios que aún no sintonizan el cambio deberían prestar atención porque les quedan horas de vida.