La ética ausente: una lección que el sistema político no puede ignorar
Tabaré Viera Duarte
La renuncia de Cecilia Cairo como ministra de Vivienda del gobierno del Frente Amplio no debe archivarse como un incidente menor. No se trata del valor económico de lo omitido, sino del profundo mensaje ético que deja. La ahora exministra reconoció públicamente —en una entrevista periodística— que durante décadas no regularizó su vivienda, por lo tanto, no hizo los aportes al BPS, ni pagó la contribución inmobiliaria ni el impuesto a primaria. Es decir, quien debía liderar la regularización de asentamientos irregulares vivía, ella misma, en la irregularidad.
Es importante aclarar: nadie está exento de dificultades, ni siquiera una autoridad. Cualquiera puede atrasarse en el pago de una obligación, todos podemos equivocarnos con un vencimiento, o estar reprogramando deudas. Pero esto es otra cosa. Esto no es una deuda circunstancial: es la falta sistemática de cumplimiento de deberes ciudadanos, sostenida a lo largo de toda una vida. No haber regularizado construcciones durante décadas y haber pagado solo algunos cientos de pesos de impuesto a primaria —un tributo destinado a financiar los comedores escolares— no es una omisión menor, ni puede ser relativizada.
No se puede aceptar el argumento de que un ministro debe vivir como vive “el pueblo”, como si eso implicara no pagar impuestos. La gran mayoría del pueblo uruguayo —humilde, trabajadora, esforzada— cumple con sus obligaciones. Hace esfuerzos enormes para estar al día con la contribución, con Primaria, con la luz, el agua y los tributos municipales. De eso se sostiene el país. Esa comparación ofende a quienes sí cumplen, muchas veces con menos recursos que quienes están en el poder.
Además, no hablamos de una persona sin medios. Cecilia Cairo fue diputada, tuvo cargos de jerarquía y buena remuneración. No puede alegar desconocimiento, ni dificultades económicas. El incumplimiento no es fruto de la pobreza, sino de una cultura política que relativiza el ejemplo personal.
Algunos dirán: no hay delito. Es cierto, no hubo apropiación indebida ni fraude tipificado. Pero como señalaba Max Weber, el político no solo debe actuar con ética de la convicción, sino también con ética de la responsabilidad. Y aquí fallaron ambas. También Aristóteles advertía que hay una diferencia entre justicia legal y justicia moral: un acto puede no violar la ley, pero igualmente resultar inmoral, en especial en quienes tienen poder.
El Frente Amplio —que suele enarbolar con fuerza las banderas de la ética pública— terminó aceptando una renuncia que, en los hechos, reconoce un enorme error. Pero lo hizo tarde, y solo después de que la oposición actuara con firmeza, y luego de una oleada de indignación pública que se manifestó incluso en redes sociales dentro de su propia coalición.
No es un detalle menor que en un principio varios dirigentes del MPP salieran a respaldarla. Tampoco lo es que el propio presidente del FA, Fernando Pereira, apoyara públicamente a la ministra, quien en conferencia anunció que no renunciaría. Solo después vino el giro. ¿Fue una decisión solitaria del presidente Orsi? Es evidente que no. Fue una decisión política, probablemente incómoda, pero inevitable. Lo que no ha habido aún es una reflexión oficial del FA como tal, ni un deslinde claro del MPP que impulsó su nombramiento.
El caso recuerda, inevitablemente, el antecedente de Raúl Sendic. Aquella vez se demoró demasiado. Esta vez, la presión fue más fuerte y veloz. Pero si se quiere recuperar la confianza ciudadana, no basta con aceptar renuncias. Hay que sacar conclusiones, hacer autocrítica, fijar estándares claros.
No se trata de hacer leña del árbol caído. Se trata de aprender. Porque este episodio interpela al sistema político entero. ¿Qué condiciones deben exigirse a un ministro? ¿A un director de empresa pública? ¿Qué debemos pedirles a los que no fueron electos, a los que acceden por designación? José Batlle y Ordóñez lo expresó con nitidez: “Solo el pueblo tiene el derecho de equivocarse”. Por eso la vara debe ser más alta para los designados.
De este episodio, el sistema político debe sacar enseñanzas, y el gobierno del Frente Amplio debe ofrecer respuestas. Porque los ministros no son figuras decorativas ni meros ejecutores. Son referentes públicos, y como tales, su integridad no es negociable. Y porque —como advertía Batlle y Ordóñez— cuando el pueblo no elige, es el sistema el que asume toda la responsabilidad por el resultado.
El país necesita servidores públicos con integridad. Porque el poder no transforma a las personas: solo revela lo que ya eran. Y porque, al final, la verdadera autoridad no se impone: se gana con el ejemplo.