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La nueva frontera

Julio María Sanguinetti

El Congreso de los Estados Unidos ha estado estos días abocado a examinar el tema de la inteligencia artificial a raíz de la salida al mercado del CHATGPT, esa nueva herramienta informática que, intentado la reproducción del funcionamiento cerebral, permite asociar ideas, conectar preguntas, escribir textos a pedido o resolver problemas matemáticos, más una larga lista de aplicaciones que van desde la lucha contra el cáncer hasta el cambio climático.

Tan resonante ha sido la repercusión de este nuevo ingenio y tan variadas las reacciones, que hasta los guionistas de Hollywood viven un clima de revuelta porque temen que con él se podrán escribir libretos “a la manera” de un cierto escritor o desarrollar una nueva temporada de una serial sobre la base de la acumulación de datos e imágenes de la anterior.

Mientras en Uruguay discutimos, candidatos presidenciales incluidos, sobre un pasillo y una rampa en la puerta del IAVA, más que nunca hemos de mirar hacia este espacio del conocimiento que se nos vino encima, como en no muy lejanos días internet nos ofreció el cotidiano Google o la magia del Waze para transitar caminos desconocidos. Todo esto es la inteligencia artificial (IA), la misma que, cuando conectamos a Netflix, coloquialmente nos llama “Julio” (como si fuéramos íntimos) y nos dice que si vimos la serial “Fauda” ahora deberíamos procurar “Teherán”. Los algoritmos acumulan información y en función de sus procesadores generan probabilidades estadísticas de los comportamientos de cada persona.

Cada paso en el proceso infinito del conocimiento generó enormes reacciones. Y profundos cambios. Atrofió funciones que pasaron a mecanizarse pero nos impuso nuevos desafíos. He recordado estos días los ejercicios de nuestra inolvidable maestra de 4° año de escuela haciéndonos dividir por cuatro cifras como no podemos ya hoy, desde que la modesta máquina de calcular hizo inútil ese esfuerzo.

Este paso de hoy ha generado una repercusión muy particular. Geoffrey Hinton, el científico británico que abandonó Google para dedicarse a alertar sobre los posibles abusos en el empleo de la IA, sostuvo siempre que ella no podría nunca alcanzar la forma de inteligencia de los cerebros biológicos, porque en definitiva es solo una forma de imitación, que reproduce acontecimientos ya ocurridos y los sistematiza para prever los futuros. Sin embargo, hoy duda y propone regulaciones, como lo han hecho hasta los propios empresarios titulares de los sistemas.

En esa línea de riesgo se instala Henry Kissinger, que advierte cambios tan significativos en el trabajo que terminarán transformando nuestro propio pensamiento. Es un “desafío filosófico y práctico de una escala no experimentada desde el tiempo de La Ilustración”, señaló.

El gran lingüista Noam Chomsky, a la inversa, califica de “falsa promesa” a la nueva herramienta y afirma: “Resulta a la vez cómico y trágico, como podría haber señalado Borges, que tanto dinero y atención se encuentre en algo

Cada paso en el proceso infinito del conocimiento generó enormes reacciones. Y profundos cambios.

Tan insignificante, algo tan trivial comparado con la mente humana que, a fuerza de lenguaje, en palabras de Wilheim von Humboldt, puede hacer un uso infinito de medios finitos creando ideas y teorías de alcance universal”.

Instalados en el valle de nuestra asombrada ignorancia, miramos hacia esa montaña con perplejidad. Lo que no podemos es ignorarla. Tiendo a pensar que aunque se la intente regular, circulará por sí misma, como todos los métodos de comunicación moderna. ¿Hemos podido impedir las “fake news”? Es tanto como imaginar que en política podemos erradicar la demagogia, de la que ya hablaba Aristóteles como forma espuria de la democracia.

Por otra parte, ¿por qué no pensamos que con las actuales leyes sobre expresión de pensamiento o propiedad intelectual, puede manejarse la situación? Si hay una difamación, ¿por qué no perseguirla como si fuera un periódico cualquiera? La inflación regulatoria no nos llevará lejos. Asumimos sí que el sistema educativo tiene que abocarse al tema y que, tal cual desarrollamos el Ceibal, hay que educar en estas nuevas aplicaciones. Educar para no abusar y educar también para que el trabajo escolar no se distorsione. No ha sido fácil impedir que Wikipedia sea un sucedáneo de la vieja “copia”. Menos lo será una herramienta como el CHATGTP, pero ignorándolo no nos va a ir mejor.

En una mirada más amplia, vuelve a ocurrir lo de siempre: hay trabajos o informaciones, que facilitarán las máquinas. La nueva frontera entonces está en lo innovador, lo que la acumulación de los algoritmos no puede predecir o imaginar. La intuición es un método científico, como nos explicó Bergson. También el nervio del arte, aunque —como decía Picasso— que te encuentre trabajando… porque no es un fenómeno espontáneo, que nace de la nada, sino una ocurrencia creativa, que asoma en medio del esfuerzo por comprender lo existente. De ahí nuestra esperanza, no sé si voluntarista o racional, pero —en todo caso— consoladora. No creo que una máquina pueda narrar así, como Cervantes, la circunstancia de haber escrito el Quijote en la prisión:

“¿Qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?”

El genio está siempre más allá. Como dice Jaron Lanier, un pionero informático, no fueron las máquinas las que le ganaron la partida de ajedrez a Kasparov sino los que programaron un sistema capaz de imaginar la mejor jugada.

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