Los aromas
Ricardo J. Lombardo
En 1953, año en que nací, la población mundial alcanzaba a los 2654 millones de personas.
En 2020, la cifra llegó a 7837 millones de personas.
O sea que en 67 años la cantidad de habitantes del planeta se triplicó, a un ritmo que no conoce precedentes en la historia de la humanidad.
Tres veces más de individuos, estamos produciendo un serio desajuste en el clima de la Tierra. Las emanaciones de CO2 que producimos en nuestras actividades, en nuestros consumos y en general en todas las facetas de nuestra vida, nos ha puesto en serio riesgo colectivo.
En estos años crecieron exponencialmente los bienes de consumo, los automóviles, las instalaciones necesarias para fabricarlos, las emanaciones que produce cocinar los alimentos ya sea en nuestros hogares como en los restaurantes, la quema de hidrocarburos, el talado de las selvas, la contaminación de los océanos etc.
Y eso ha desencadenado un claramente comprobable cambio climático.
En mi infancia y adolescencia, las estaciones eran perfectamente previsibles. Uno hasta podía identificarlas por los aromas que la naturaleza nos regalaba, sin necesidad de calendario.
Aún tengo en mi memoria olfativa, los perfumes de las mandarinas recién maduradas y el cambio del ambiente que producían los inmensos plátanos al desnudarse de sus hojas caducas. Ambas eran la característica de marzo, cuando empezaba el otoño y con él el año escolar.
El aire frío un su inconfundible olor a mar y el humo de las estufas a leña o gas, daban la pauta del invierno.
La fragancia que emanaban las plantas renaciendo y los pimpollos que empezaban a abrirse, así como las alergias que todos ellos producían, eran la señal de que la primavera se había instalado entre nosotros.
Los jazmines se asociaban al final de las clases, a las fiestas navideñas y, por lo tanto, al comienzo del verano.
Hoy la naturaleza está desconcertada. Los jazmines aparecen de manera temprana, las frutas tardan en madurar, las hojas en caducar o en renacer. Las estufas se deben encender hasta en octubre, o los veranillos se convierten en largas semanas de confusión climática.
Esa es la pauta más constatable cotidianamente de cómo los humanos hemos cambiado la naturaleza.
Las preocupaciones por el medioambiente podrían parecer excentricidades hace algunas décadas, pero hoy constituyen una realidad que nos golpea las conciencias y nos obliga actuar.
Las Naciones Unidas, los organismos de crédito como el FMI o el Banco Mundial, han alertado sobre la necesidad de poner, colectivamente, este tema en la cabeza de la agenda mundial.
La sostenibilidad medioambiental parece irse priorizando en todos los aspectos. El comercio internacional va rumbo hacia la instalación de barreras no arancelarias. Los gobiernos crean ministerios de Medio Ambiente y empiezan a imponer medidas coercitivas sobre las distintas actividades de producción e industrialización.
Pero la conducta que realmente cambiará las cosas, es la individual. La de cada uno de nosotros en nuestros ámbitos de acción. En nuestra forma de alimentarnos, de elaborar, conservar y desechar la comida. En nuestro transporte atestado de automóviles y vehículos que queman combustibles.
En general, dependerá de lo que hagamos en nuestras vidas cotidianas.
Por suerte, las nuevas generaciones han tomado conciencia del tema y lo encaran con mayor preocupación.
Ojalá pronto asuman los protagonismos para empezar a revertir esta tendencia suicida de toda la humanidad y algún día los aromas de la naturaleza puedan volver a ser la guía de nuestros calendarios.