Perdida de vidas y valores morales
Marcelo Gioscia
Constatado el homicidio de una jovencita de diecisiete años, a manos de su novio de la misma edad, nuestra sociedad se enfrenta nuevamente con un hecho que excede los límites de lo tolerable y a las inmediatas manifestaciones de dolor, sorpresa, rechazo y estupor por lo acontecido, surgen expresiones que tratan de racionalizar lo ocurrido. Lo cierto es que, el hecho por lo terrible, golpea no sólo a las familias involucradas, sino que afecta y nuevamente, nos interpela como integrantes de una sociedad que se ha vuelto mucho más violenta y despersonalizada. Se rememora el trayecto de la relación entre éstos jóvenes, -cuyas familias no aprobaban- y en lo posible, se busca reconstruir los hechos previos al fatal desenlace. Cuando se conoce al autor material del crimen, se recuerdan cruzadas denuncias de violencia y agresiones, así como los llamados de atención de la autoridad judicial a las familias, para que asumieran los deberes de la patria potestad y no más que eso… en definitiva se buscan otros “culpables” de esta muerte “evitable” y quizá, por no querer mirar para otro lado, se atribuye “al sistema” la falla. Cuando en rigor de verdad, la sociedad en que vivimos, padece -desde tiempo atrás- de una pérdida de valores morales, que se refleja en actos de violencia y agresiones, egoísta y a la vez hedonista, sin la mínima consideración por el otro como persona. Consumado y confesado el hecho delictivo, queda de manifiesto una gélida falta de arrepentimiento y empatía, que no debiera pasarse por alto. La víctima pasa a ser un número para las terribles estadísticas y cada quien sigue su curso, sin siquiera cuestionarse cuánto de su propia conducta cotidiana contribuye –silenciosamente- a esta pérdida de valores. El victimario ingresará a un sistema de privación de libertad que tampoco ofrece las mejores garantías para su “recuperación y reinserción social”. Así vamos. En el “todos somos culpables” se deja entrever esa circunstancia que anotamos. Culpabilizado “el sistema”, debemos insistir en reforzar la enseñanza de principios que prioricen el ser sobre el tener; conceptos que devuelvan la vigencia de la integridad como seres humanos, desde la más temprana edad, así como el profundo respeto por el otro y lo maravilloso de la vida y de la existencia humana. Estas enseñanzas, que implican imponer y administrar límites a los requerimientos desde la infancia, aunque supongan renunciar a muchas comodidades, deben ser impartidas desde la familia, y serán las que -internalizadas en cada uno de nosotros- nos permitirán nuestro desarrollo como protagonistas de una “vida digna”. Las instituciones estatales en la misma sintonía, habrán de aplicar las normas de precaución que existen, para proteger los derechos de los habitantes de este suelo, como indica nuestra Carta Magna, aquilatando con ponderación y con las asesorías y grupos técnicos necesarios, más allá del frío expediente burocrático, la gravedad de los hechos puestos en su conocimiento en cada caso, antes de decidir en la materia. En definitiva, que este luctuoso hecho, resulte un llamado a la conciencia colectiva, para lograr una sociedad menos agresiva, más justa, comprometida y solidaria.