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Un pacto por la democracia

Julio María Sanguinetti

El 31 de julio de 1984, en el Club Naval, los comandantes en jefe acordaron con los representantes del Partido Colorado, el Frente Amplio y la Unión Cívica, los términos de la salida institucional: habría elecciones el 25 de noviembre y trasmisión de mando el 1° de marzo de 1985. El 15 de agosto, hace 40 años, el presidente Álvarez, aunque a regañadientes, firmó el Acto Institucional N° 19, que convocó a las elecciones.

No se había llegado a ese término por casualidad, sino por un largo proceso iniciado en 1980 con el plebiscito constitucional que propuso el régimen como modo de regularización institu-cional del país. Los partidos, por entonces proscriptos, lo rechazamos. Mucha gente de buena fe pensaba que, aun con limitaciones, era un modo de comenzar a salir. Otros, luego de sopesar la situación, estimamos que era inaceptable la sobrevivencia de algunas condicio- nes que limitaban al futuro gobierno constitucional. El No ganó por 57,2% contra 42,8%.

La dictadura se sorprendió del resultado. El momento económico no era malo y algunas encuestas mostraban una fuerte propensión ciudadana a buscar una salida. Lo importante es que la tendencia militar favorable a poner término al régimen de facto, reiteró esa voluntad y fijó un nuevo cronograma, que incluía, en noviembre de 1982, unas elecciones internas partidarias, que -según su parecer- sustituirían a las viejas dirigencias de dudosa representatividad. Ese fue otro gran hito: las tendencias que habían apoyado el No fueron claramente mayoría en los dos partidos tradicionales. El FA aún no fue habilitado, pero el Gral. Seregni, desde prisión, aconsejó el voto en blanco como acto de presencia.

En mayo de 1983 se abrieron negociaciones, en el Parque Hotel, entre los mandos militares y los representantes de los partidos. La dictadura se apresuró a instalarlas antes de la llegada de los reyes de España, que simbolizaban un celebrado retorno democrático. Entre cierres de medios y provocaciones desde las alturas, prosiguieron las conversaciones hasta el 5 de julio, en que los partidos dimos por terminada esa etapa.

En agosto viajamos a Santa Cruz de la Sierra a participar de un Seminario organizado como pretexto para que tuviéramos una conversación con Wilson Ferreira. Así fue, tan cordial como correspondía a una vieja amistad. No coincidimos, sin embargo, en la estrategia. Él consideraba que el régimen estaba agotado y que si seguíamos golpeando caería. La nuestra era que, aun agotado políticamente, poseía la capacidad de sostenerse, tanto como lo demostraba el régimen chileno (que duró cinco años más). Estimábamos que si era posible obtener una negociación sin condicionamientos invalidantes para el nuevo gobierno, había que seguir adelante. Le informamos que el general Seregni estaba totalmente de acuerdo en esta estrategia, advirtiéndole que aun sin el Partido Nacional podía alcanzarse el acuerdo. Wilson pensaba que el Frente finalmente no entraría en la negociación con los militares y, a la inversa, nos señalaba los riesgos políticos que corríamos los eventuales acuerdistas.

Entre declaraciones opositoras, provocaciones dictatoriales y conversaciones paralelas, fuimos llegando al fin de noviembre, en cuyo último domingo, simbólicamente, logramos la autorización para realizar el acto del Obelisco. Fue un hito. La multitud congregada hacía de hecho irreversible el retroceso, aunque el general Álvarez nos lanzó sapos y culebras y calificó el episodio de “cambalache discepoliano”, por haber incorporado al Frente Amplio.

La presión opositora arreció y, entrados ya en 1984, se logró la libertad del general Seregni, pieza clave para lo que se consideró una “prenegociación” y finalmente poder sentarnos en el Club Naval a discutir los términos de la transición. Infortunadamente no estuvo allí el Partido Nacional, que había intentado otras frustradas fórmulas. Allí estuvimos los frentistas Cardozo y Young, con el apoyo del general Seregni; los colorados Tarigo, José Luis Batlle y Sanguinetti, y los cívicos Chiarino y Ciganda. Una vez más fracasamos en el intento de lograr la desproscripción de Wilson pero se logró lo mayor: ponerle fecha y hora al fin de la dictadura. La elección se realizaría el 25 de noviembre y el 1° de marzo asumiría el nuevo gobierno. Se resolvió que la Justicia Militar desde ese momento solo era aplicable a militares y que el llevado y traído Consejo de Seguridad Nacional sería un órgano solo asesor, con mayoría civil y convocatoria exclusiva del presidente (que a posteriori no lo hizo nunca).

No hablamos de amnistías. Ni a los militares ni a los tupamaros. Alguna gente de mentalidad conspirativa habla de pactos secretos, que no existieron. La lógica más elemental dice que entrar al tema seguramente ponía punto final a la negociación, hasta nuevo aviso. Todo quedó librado al futuro gobierno, corriendo cada parte los riesgos consiguientes.

Así se salió. El 70% de la ciudadanía rotundamente apoyó a los partidos del Pacto. El Partido Nacional participó de la elección, aunque desgraciadamente Wilson Ferreira solo fue liberado después y noblemente anunció que aseguraría la gobernabilidad del país.

Los hechos posteriores nos hablan del éxito del Pacto. Se abrió el período más largo de normalidad institucional del país. Gobernamos los tres grandes partidos y hasta un veterano tupamaro llegó a la Presidencia como inequívoco testimonio de que este proceso incluyó a todos. Cada país tuvo su salida diferente. Argentina sufrió levantamientos militares y montoneros, no tuvo un día de paz y eso le generó una inestabilidad que influyó en una crisis económica y el obligado retiro anticipado de un presidente de la raigambre democrática de Raúl Alfonsín.

No han faltado quienes alegan las imperfecciones de la salida sin comprender que no es posible tener toda la democracia cuando aún no hay democracia…

El cambio en paz emanó de un acuerdo político y un Acto Institucional de la dictadura. Pero fue cambio, libertad y democracia. En paz.

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