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A 50 años, sin pasión ni ira

Julio María Sanguinetti

Si un cierto día de hace medio siglo perdimos la libertad fue porque antes habíamos perdido la tolerancia. Y si se nos desvaneció la democracia por una larga década, fue porque antes habíamos perdido la paz, en un extravío de violencia que inició un grupo de jóvenes inspirados en la revolución cubana y culminó con el mesianismo liberticida de una conducción militar embriagada de su éxito en derrotarlos.

No es hora de salir a buscar culpables y reclamarnos cuentas. Es, sin embargo, imprescindible recordar los hechos sin pasión y sin ira, como decía Cicerón, para que su evocación nos prevenga de males mayores.

La caída institucional de 1973 no fue un relámpago inesperado. El 8 de febrero las calles de Montevideo vieron salir los tanques de la División de Ejército I, en la Avenida Agraciada, en rechazo a la designación de un Ministro de Defensa. Se había producido luego de que el primer día de ese “febrero amargo”, el senador batllista Amílcar Vasconellos había denunciado la existencia de un movimiento golpista. Los acontecimientos desembocaron en un desborde militar que anuncia, a través de dos comunicados (los recordados 4 y 7) que las Fuerzas Armadas irrumpirían en la vida política del Estado, conforme a una suerte de programa de gobierno allí descripto.

Salvo la Armada, que al mando del contralmirante Zorrilla bloqueó la Ciudad Vieja en apoyo del presidente Bordaberry, las demás fuerzas lanzaron un ultimátum. El presidente Bordaberry convocó a la ciudadanía, pero la presencia fue pobre. Recibía sí el apoyo institucional de los partidos tradicionales, aun de aquellos sectores que, como el Batllismo de la Lista 15, nos habíamos retirado del gabinete en octubre del año anterior a raíz de la prisión de Jorge Batlle. Ante la inminencia del enfrentamiento entre las fuerzas, el presidente ordena levantar el bloqueo y, finalmente, el 12 de febrero pacta con los mandos sublevados en la base de Boisso Lanza: los militares aceptan respetar al gobierno a cambio de ser incorporados al mismo a través de un Consejo de Seguridad Nacional, que pasará a ser el símbolo de la subordinación del poder civil.

Ahí ya estábamos en el golpe de Estado. Culminará el 27 de junio, cuando se cierre el Parlamento.

En aquel febrero, lo más sorprendente fue la actitud del Frente Amplio, que reclamaba la renuncia del presidente, expresando su simpatía por los comunicados militares. El diario “El Popular”, vocero comunista, definió así su posición: “Nosotros hemos dicho que el problema no es el dilema entre poder civil y poder militar, que la divisoria es entre oligarquía y pueblo, y que dentro de éste caben indudablemente todos los militares patriotas que estén con la causa del pueblo”. “Hoy, como siempre, creemos que para esta obra de auténtica recuperación nacional se necesita el esfuerzo de todos los orientales, sin distinción de civiles y militares, con la única determinación de ser patriotas y de creer en el pueblo”.

Como se advierte, este desapego a la institucionalidad era paralelo al que, desde 1963, habían expresado los tupamaros cuando renunciaron a la vida política y se lanzaron a la conquista del poder con las armas en la mano. En aquel tiempo era un retintín en toda la izquierda latinoamericana despreciar las “libertades formales” de las constituciones “burguesas”, cuya profunda significación resplandeció, dramáticamente, el día en que se perdieron,

Aquellas acciones terroristas fueron profundamente desestabilizadoras. ¿Qué pensaríamos hoy si un grupo guerrillero secuestra al Fiscal de Corte, al juez que los está juzgando y al embajador del Reino Unido?

A la distancia cuesta reconstruir ese clima espeso, dramático, que se acompañaba de una agitación sindical de tinte revolucionario, que había sacudido la conciencia pública ante la muerte accidental de dos estudiantes en refriegas callejeras. Esta situación fue generando un decaimiento institucional, con Fuerzas Armadas procurando de un modo u otro el desprestigio de los partidos. Con todo, el gobierno de Pacheco dio la batalla con la Policía y solo encargó de la misma a las Fuerzas Armadas en setiembre de 1971, cuando se produce la fuga de toda la dirigencia tupamara de la cárcel de Punta Carretas, en una acción espectacular que no dejó otra opción, a dos meses de la elección nacional. A partir de allí, 1972 nos lleva a la acción militar que derrota a la subversión y, paralelamente, a esas acciones difamatorias contra los políticos demócratas.

Es importante recordar, una vez más, que cuando las Fuerzas Armadas culminan el golpe, la subversión estaba totalmente desmantelada, porque luego de la fuga fueron cayendo todos en prisión. O sea que era ridículo el pretexto invocado de luchar contra el riesgo de una dictadura marxista. Del mismo modo que la acción tupamara, iniciada bajo un gobierno colegiado, de mayoría nacionalista, en 1963, no tenía el menor asidero en una democracia que hasta el Che Guevara había exaltado enfáticamente en un acto en el Paraninfo de la Universidad, en que advirtió sobre los riesgos de la violencia, solo aceptable contra la tiranía.

Entendámonos: no estamos equiparando moralmente uno y otro desafuero. Acaso más condenable el militar por su obligado juramento de fidelidad al Estado. Pero políticamente esa dialéctica fue funesta. No es esto “teoría de los dos demonios” ni teoría alguna. Es simplemente la comprobación fotográfica de una realidad. Es verdad que se vivía un tiempo de estancamiento económico, que los precios internacionales se habían derrumbado y que la Guerra Fría acicateaba guerrillas de un lado y golpes de Estado del otro. Ninguno de esos factores, por sí solo, explica este penoso desenlace, fruto espurio de un tiempo de intolerancia, sueños revolucionarios y desprecio a la ley.

La distancia nos impone reflexión. No se trata de reclamar perdones. Sí de entender que el “nunca más” solo tiene sentido si es un compromiso, de todos y cada uno de nosotros, de respeto al adversario y devoción republicana.

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