El Brasil que precisamos
Julio María Sanguinetti
Más de una vez se me ha oído decir que los uruguayos somos estrábicos, porque vivimos con un ojo mirando a Buenos Aires y otro a San Pablo. Nuestra dimensión física, entre dos primos hermanos enormes, que con un soplido nos generan una tormenta, ha hecho de nuestra uruguayidad más que una condición, una verdadera profesión…
La relación con esos dos vecinos no es igual, por diferencias históricas que parten desde la primera colonización, portuguesa en un lado, española en el otro. Quienes somos desde hace dos siglos el Uruguay fuimos la frontera en disputa, que configuró su autonomía en esa pulseada bifronte culminada en una guerra que nos dio, en realidad, la independencia de Brasil (no de España, ni de la Argentina, a la que nos habíamos adherido).
El tema es que, como dice Celso Lafer en su clásico sobre la “identidad internacional de Brasil”, él es, por sus dimensiones, “un país continente”, un “monster country”, como Estados Unidos, Rusia o China. Sin embargo, como está situado en una América del Sur que no ha estado en la línea de las grandes tensiones entre la guerra y la paz, “no es un monster country asustador”. Desde nuestra perspectiva reconoce, además, una historia muy distinta a la de los hispanos, porque el Brasil portugués mantuvo su unidad, fue monarquía hasta 1898 y tanto su independencia de la metrópoli como la manumisión de los esclavos, los dos episodios mayores de su historia, transcurrieron también dentro de la familia imperial. Trayectoria bien distinta a nuestra dispersión, de norte a sur, de la América de habla castellana. Como alguna vez dijo con mucha gracia el presidente Lula, que cuando visitaba países homenajeaba a grandes héroes de la independencia, a guerreros legendarios, pero cuando le devolvían la visita y pensaba en sus héroes, solo se le ocurrían Ayrton Sena o Pelé…
Hablando de Lula es que llegamos a nuestra realidad de hoy, con su retorno triunfal a la presidencia luego de una tormentosa peripecia judicial que lo llevó hasta la prisión. Tuvimos el honor de asistir a su posesión, junto a mi colega Mujica y a nuestro presidente uruguayo, Lacalle Pou, que nos invitó para acompañarle. Luego de una presidencia de Bolsonaro sin vocación internacional, muy errática además, esperábamos que este Brasil que “estaba de vuelta”, según dijera el mandatario, nos trajera ese benévolo liderazgo que de algún modo ejerció en más de un momento. Especialmente cuando el Barón de Río Branco, el gran internacionalista, resolvió los diez conflictos de frontera del enorme territorio brasileño, desde el tratado con Francia por la Guayana en 1900 hasta el de 1909 con Uruguay, respuesta indirecta a la tesis de “costa seca” del canciller argentino Zeballos, que sostenía la total soberanía argentina en el Río de la Plata.
La verdad es que hasta el momento la presencia brasileña ha mostrado mucho andar y una intención inequívoca de protagonizar, pero demasiados pasos en falso.
Intentó transformarse en mediador en el conflicto ruso-ucraniano. Sin embargo, las declaraciones presidenciales lo dejaron más cerca de Rusia, invalidándose su aspiración de neutralidad. No dejó de reconocer la ilegitimidad de la invasión rusa, pero atribuyendo también responsabilidades tanto al presidente de Ucrania como al propio presidente de los EE.UU., Joe Biden. En el tema ha ido y venido, aclarando y aclarando, con la obvia conclusión de que ni en EE.UU. ni en Europa se lo mira con tranquilidad.
En América Latina, su actitud con Venezuela le ha valido apoyos tímidos hacia la izquierda autoritaria y rechazo enfático de la izquierda democrática de Boric o el republicanismo de Lacalle Pou. Intentar el retorno venezolano a la institucionalidad era explicable, pero en la víspera de una reunión continental recibir al dictador con alfombra roja, afirmando que su régimen era víctima de “un relato” que había que desmentir, fue muy desmoralizador.
La reciente cumbre de la Unión Europea con la Celac volvió a dejarnos en un estado incierto. El hecho de la reunión fue de por sí afirmativo; sus conclusiones, sin embargo, no decimos descorazonadoras porque no había margen a demasiada ilusión, pero tampoco a algo tan descolorido. La declaración final se limitó a expresar una “preocupación por la guerra contra Ucrania”, sin nombrar a Rusia, pero ni así votó Nicaragua. El cubano Díaz-Canel proclamó su “voluntad de continuar fortaleciendo los lazos de cooperación con la oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas” en el colmo de la irrealidad (por decir lo menos). Por supuesto, Boric volvió a defender su posición de principio contra la invasión a Ucrania y se ganó que el presidente brasileño lo calificara de “joven ansioso y apresurado”, en una actitud paternalista con algo de ninguneo.
Quienes respetamos al presidente Lula da Silva, quienes pensamos que tiene un enorme rol a cumplir y seguimos esperando mucho de él estamos algo desalentados.
Precisamos un Brasil que de verdad saque adelante el acuerdo del Mercosur con la Unión Europea, transando lo que haya que transar sobre el Amazonas y sin introducir pujos proteccionistas que lo inviabilicen. Un Brasil que lleve el Mercosur al mundo, prohijando un gran acuerdo de liberalización comercial con China que le dé a la región un desafío de competencia enriquecedor. Que no se quede en China cuando está abierto el Cptpp con Japón, Australia y ahora hasta el Reino Unido. Que sea un efectivo portavoz democrático, capaz de reclamarle a Venezuela lo que el Informe Bachelet denunció sobre los derechos humanos en la patria de Bolívar; sin rompimientos pero sin complicidades ocultas. Que no recaiga en la mediocridad anacrónica de una Unasur que solo pretendió el alejamiento de México de la comunidad latinoamericana a la que pertenece por su cultura.
Un liderazgo se sustenta en la generación de una confianza que inspire e influya en los demás. Eso no se logra con ambigüedades o actitudes oportunistas. Por supuesto, la política internacional no es una abstracción; hay intereses nacionales y conveniencias políticas, pero también debe haber generosidad de quien por su dimensión está llamado a encabezar. Lo que hizo Río Branco en su tiempo. Lo que llevó a Ruy Barbosa en 1907, en consonancia con Batlle y Ordóñez, a reclamar el arbitraje obligatorio para la solución de controversias. La idea internacionalista que impulsaron Juscelino Kubitschek y Fernando Henrique Cardoso más tarde. Un Brasil en grande, con el que podamos caminar juntos por el mundo.
No navegamos con viento a favor. No obstante, la esperanza aún alienta.