Sin cortapisas
Opinar es sinónimo de libertad
César García Acosta
Ya entrado en las seis décadas de mi existencia, me permito ver la vida sólo en la perspectiva de mi edad, aunque con la ilusión de poder contar lo mejor posible el texto y contexto de lo cotidiano.
Ya no quiero cambiar el mundo porque sé que no puedo hacerlo.
Pero sí me animo a tratar de entender y abrir puertas para que otros con más tiempo por delante que yo, puedan hacer y realizar -en el Uruguay- sus convicciones batllistas más allá del tinte político del circunstancial gobierno.
Eso me enseñó con su pregón el profesor José Luis Vera en los prácticos de sus clases de periodismo cuando estudié Comunicación Social hace más de 30 años. Aquél viejo docente que provenía del diario EL DIA lograba mantenerse intacto a base de una empecinada forma de pensar y entender la libertad. Sabía que ese ejercicio era más difícil hacia adentro de uno mismo de lo podía serlo hacia afuera, en el mismísimo lugar de los demás. Por eso el viejo profesor enseñaba sobre la libertad individual del periodista. El sabía que en algún momento aquellos alumnos se iban a enfrentar a la autocensura de lo conveniente o de lo necesario.
Así que como periodista ponerme en el lugar del otro desde siempre ha sido un eje tan importante como la consulta de varias fuentes y la confirmación de los hechos, como regla, al menos tres veces. Eso, sumado al “qué, quién, dónde, cuándo y por qué”, que son la regla fundamental del periodismo, es la base para coordinar una publicación como el semanario OPINAR con una trayectoria enorme por la que pasaron articulistas del más variado origen, tanto en su primera época, como en ésta de ahora que ya tiene 14 años editando semana tras semana un modo de mirar la realidad esencialmente batllista, en su concepción política editorial, aunque liberal en sus contenidos y diverso en la composición de quienes se expresan en sus páginas.
Dicho esto vayamos al fondo de esta columna de hoy: los dictadores presos y sus pretendidas libertades por tener más de 65 años de edad.
Como apreciarán los lectores en esta edición vuelve a escribir Ronald Pais, un viejo compañero de ruta tan leal a sus ideales como inteligente en sus planteos. Estos atributos sumados a su profesión de abogado y ex legislador, lo hacen un escriba interesante, perspicaz, despierto en sus ideas, aunque perfilado –como también me sucede- hacia lo que uno es en esencia y no a lo que dice o quiere ser de manera circunstancial.
Las opiniones de Nicolás Martínez sobre los presos de la cárcel de “Domingo Arena”, en la edición pasada y en la anterior, fueron las propias de un joven formado en las ciencias políticas y la filosofía, con el valor agregado de provenir de un miembro del Partido Colorado que además es convencional y cofundador de un movimiento propio llamado “Arenas”. Nicolás tiene una visión joven, dinámica, y con tanta vida por delante como los años que yo ostento cuando miro hacia atrás en la perspectiva del tiempo.
Por eso Nicolás está legitimado para pensar como lo hace, y sobre todo por ser joven como por su derecho de haber llegado con sus votos a la privilegiada asamblea de la casona de la calle Martínez Trueba.
¿Y porqué entizo en esto?
Simple: porque ser un convencional no es una casualidad, sino que por esencia trata de alguien con una mirada sobre la vida política del país y su contexto que merecen ser entendidos y tenidos en cuenta por las personas a las que representa.
Decía Jorge Batlle que “… la Convención del Partido tiene que reunirse para analizar las distintas formas educativas que hoy son exitosas, frente al fracaso de la educación pública y darle nuevamente a la educación pública su prestigio, su eficacia y su grandeza democrática. La Convención del Partido tiene que analizar cuál es la energía barata que el país precisa para instalarla rápidamente. La Convención del Partido es no solamente el alma del Partido, sino que es ese lugar sagrado desde dónde el Partido proyecta el porvenir del País.”
El Partido diseñó una estrategia cuando la nueva democracia en 1985 que se inspiró en las dudas levantadas a partir del Golpe de 1973, y de lo que podía ocurrir si no se lograba una cohabitación política capaz de ser articulada luego de 1985. Ese modo de sobrellevar la realidad fue “el cambio en paz” del presidente Julio María Sanguinetti, igual que años después “la comisión para la paz” lo fue para el presidente Jorge Batlle. Por eso, detrás de esas ideas de ayer es que estamos forjando estas semblanzas de hoy. Debemos tener la certeza de que nada debe ser tan rígido como para condenar a más de una generación a los años de plomo y de violencia intelectual de antes y después de 1973.
Lo que Ronald de modo elocuente trata hoy en su columna es una mezcla de sentimientos, con historias personales y dramas sociales que deben admitirse como lo que son, su opinión, y ella –aunque muy distinta que la mía- debe ser defendida y respetada en el mismo lugar que otras con inspiraciones y fundamentos diferentes para que prevalezca aquella libertad que en un mes de febrero de 1973 empezamos a perder cuando los uruguayos dejamos que los militares interpretaran la ley y el orden en base a su idiosincrasia y no la del pueblo.
Pero esta columna no pretende comentar, interpretar ni interpelar a Ronald. Para eso alcanza con leerlo. Tampoco admitimos, por ese mismo sentido de la libertad que defendemos, encausar a Nicolás Martínez.
Este artículo de hoy solo remarcará con hechos –sin demasiada subjetividad de mi parte- cuál es la filosofía de esta publicación –OPINAR- en el actual texto y contexto del periodismo de opinión que pretendemos ejercer de modo liberal.
Lo primero (y se impone que así sea) será convocar a José Batlle y Ordóñez, para de sus propios textos allá por 1917 nos instruya sobre el rol de los militares y su desempeño en cualquier época y bajo cualquier circunstancia. Decía don Pepe: “La voluntad superior no es ley para el inferior sino cuando se produce dentro de las formas regulares: y, si se cumple las órdenes sin observación, es porque se conceptúa que no se dan sino con arreglo al deber militar; cuando es evidente que se falta a él, deben ser disentidas y desobedecidas si no se puede apelar de ellas en otra forma. Así, por ejemplo, las órdenes del Presidente de la República son siempre cumplidas; pero si éstas quisieran impedir, por ejemplo, a la Asamblea que designara a su sucesor no disolverla, tal orden no debería ser cumplida. Una actitud así de un presidente produciría un conflicto extraordinario; se habría descompuesto la pieza principal de la máquina; pero cada elemento del ejército discerniría perfectamente su deber, y, sí podría verse obligado a someterse a la fuerza, o dejarse llevar por un cálculo de intereses personales; no podría creerse nunca en la obligación de acatar un atentado por sometimiento a la disciplina militar, que habría sido quebrantada por el más encumbrado jefe del ejército.”
En mi artículo anterior, severamente cuestionado no solo por Ronald Pais, sino también por varios ex policías y militares con los que tuve la oportunidad de conversar después de su publicación, en materia de derechos humanos (y esto es bastante más que una visión jurídica de las cosas), el criterio internacionalista es el único que debe prevalecer. Por eso lo del `texto y contexto´ a los que aludí antes, porque las soluciones de 1985 fueron para ese tiempo hasta que las cosas se ordenaron como `zapallos en un carro´, y el derecho dejó de ser un instrumento político para pasar a ser un valor del Estado y no de los estrados. Y es por eso que hablar de retroactividad de la norma jurídica no es lo que está en debate, sino que la esencia es la imprescriptibilidad del delito cuando se trata de derechos humanos y delitos de `lessa humanidad´.
En la era de internet, twetter, Facebook, Instagram y whatssap, la aldea dejó de ser el país para ser el mundo. Los derechos en un lugar delmundo ahora son los mismos en todos lados.
Seguramente estas son enseñanzas que nos deja la historia gris perpetrada por algunos encumbrados de izquierdas que quisieron voltear una democracia legítima en los años sesenta desde tatuceras y cárceles del pueblo, igual que años más tarde lo hicieron con la misma inspiración unos uniformados (y algunos más de corbata), que creyéndose portadores del poder del Estado, nos sumergieron en trece años de silencio democrático.
Decía Enrique Tarigo que “el periodismo no es, alguno de sus múltiples aspectos, algo muy distinto al ejercicio de la docencia. El periodista, como el profesor, trata de reflexionar a propósito de un tema determinado y trata que los destinatarios de su reflexión –sus lectores en un caso, sus alumnos en el otro- piensen y reflexionen con él sobre dicho tema. Cuando las conclusiones de esa reflexión no resultan compartidas o no son comprendidas, el profesor no trata siquiera de preguntarse si él no ha estado feliz en la explicación o si no ha querido o no ha podido entendérsele, sino que simplemente, naturalmente, con alegría incluso, retrocede al punto de partida y recomienza el análisis de su tema desde otro punto de vista, desplazando el ángulo de enfoque para hacer que lo antes explicado no ofrezca duda o no resulte mal interpretado Y el periodista, nos parece, no debe hacer otra cosa en circunstancias similares (19 de enero de 1975).”