El enemigo perfecto
Ricardo Acosta
En los últimos días, el mundo volvió a mirar hacia Medio Oriente. Se anunció un cese al fuego entre Israel y Hamás, pero todos saben que se trata apenas de una tregua momentánea, una pausa en una guerra que parece no tener final. Las imágenes de destrucción, los niños heridos, las familias desplazadas, vuelven a ocupar las pantallas, y con ellas reaparece un viejo debate: ¿por qué ciertos sectores de la izquierda latinoamericana, incluida la uruguaya, eligen ponerse del lado de Hamás?
El problema no es Palestina. Nadie con un mínimo de sensibilidad puede ser indiferente al sufrimiento del pueblo palestino, a las vidas perdidas o al drama humanitario que atraviesan millones de personas. El problema es Hamás, una organización que no representa los valores de libertad ni de justicia social que la izquierda dice defender. Hamás utiliza a su propio pueblo como escudo humano, lanza misiles desde zonas civiles y proclama abiertamente su deseo de borrar a Israel del mapa. Su ideología no tiene nada que ver con la defensa de los derechos humanos; es fanatismo puro, alimentado por el odio y la religión usada como arma política.
Aun así, en América Latina y especialmente en Uruguay, buena parte de la izquierda insiste en justificar o relativizar las acciones de Hamás, escudándose en un supuesto discurso “antiimperialista” que ya no resiste análisis.
Es el mismo reflejo automático que lleva a defender cualquier causa que enfrente a Estados Unidos o a Israel, sin detenerse a pensar en las consecuencias morales y humanas de esas posturas. Detrás del apoyo ciego, hay algo más que ideología: hay un resentimiento histórico, una necesidad de mantener viva la retórica de los oprimidos contra los poderosos, incluso cuando los “oprimidos” de hoy actúan como verdugos.
Lo más triste es ver cómo se manipula el lenguaje. Se habla de “genocidio” con una liviandad alarmante, se equiparan ataques terroristas con acciones de defensa, y se transforma un conflicto complejo en una caricatura moral donde todo se reduce a “Israel malo, Palestina buena”. En ese simplismo emocional se pierde lo esencial: el derecho de los pueblos a vivir en paz y la obligación de los líderes políticos de condenar la violencia sin ambigüedades.
Hamás no representa a un pueblo, sino a una ideología que eligió el odio como bandera. Israel responde, el mundo opina, y los uruguayos observamos, muchas veces confundidos, entre la manipulación política y la empatía sincera. Pero si algo debe quedarnos claro es que la paz no se construye justificando asesinos.
Desde los micrófonos, los sindicatos y los discursos oficiales, se repite el mismo libreto: “el pueblo palestino resiste”. Pero no se habla del sufrimiento de ese mismo pueblo bajo el yugo de Hamas, ni de cómo sus líderes viven con lujos en Qatar mientras sus compatriotas mueren en Gaza. Tampoco se dice que Israel tiene derecho a defenderse, o que ningún país del mundo aceptaría ataques terroristas contra su población civil sin responder.
Es más fácil repetir consignas que analizar realidades.
Hamás no es una causa; es un pretexto. Mientras algunos levantan banderas por reflejo ideológico, otros entienden que no hay justicia posible cuando se siembra odio. O se está del lado de la vida, o del lado de los que la destruyen. No hay término medio.